Artículo publicado en Ethic (13/06/2023)
La última edición de los Premios Goya que celebra la Academia del Cine Español otorgó uno de sus cabezones a Telmo Irureta, protagonista del largometraje La consagración de la primavera, como actor revelación. El artista guipuzcoano interpreta a David, un chico con parálisis cerebral que vive con su madre. La película narra el encuentro inesperado del joven con una chica a la que adopta como asistenta sexual y pone encima de la mesa el debate sobre el sexo como necesidad básica y uno de los derechos fundamentales. La polémica estaba servida y distintos colectivos feministas arremetieron contra la cinta por la mercantilización del cuerpo de la mujer. ¿Tener relaciones sexuales es un derecho básico? Espinoso asunto para un colectivo que asume el reto de las relaciones sexuales como un conflicto difícil de dar respuesta.
El pasado 29 de marzo, la portada de la revista ¡Hola! titulaba a toda página: «Ana Obregón, madre de una niña». Y debajo, en tipografía más pequeña se añadía: «Por gestación subrogada en Miami». La noticia produjo una avalancha de reacciones, declaraciones del gobierno y de todas las formaciones políticas, espacios interminables en las tertulias televisivas, ríos de tinta en la prensa, y borrachera de píxeles en las redes sociales. A la luz, una intensa discusión social sobre el asunto de los vientres de alquiler, la maternidad o la gestación subrogada… El tema de los derechos, una vez más, en el centro del debate. ¿Existe un derecho fundamental reproductivo? ¿La maternidad es un derecho universal? A propósito, muy sugerente y clarificador el artículo de Arantza Etxaniz en su blog, ¿Derecho? ¿Deseo? ¿Privilegio?, del pasado 12 de abril.
Pero retrocedamos en el tiempo. Cuando todavía las restricciones por el covid eran visibles en casi todo el planeta durante 2021, la presidenta del gobierno de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, se adelantaba a todos y recuperaba los horarios previos a la pandemia en el ocio nocturno. Por su gestión, recibía el galardón Llama de la Libertad concedido por el Instituto Bruno Leoni en Milán. Este premio no cayó en saco roto, ya que Ayuso llevaba largo tiempo haciendo alarde de la libertad frente a las «medidas restrictivas y autoritarias del gobierno». No era la única. Al mismo tiempo, las protestas ciudadanas se generalizaban en todo el mundo apelando a las libertades cercenadas y subrayando el ocio como un derecho arrebatado. ¿El ocio se puede convertir en una necesidad fundamental?
Son solo tres ejemplos que muestran algunos debates que destila esta idea de libertad en la sociedad de mercado. ¿Todos los deseos que un individuo puede imaginar son convertibles en derechos? ¿Tan colmados tenemos nuestros derechos básicos como sociedad que necesitamos sacralizar nuestros deseos más superficiales? ¿No ha sido esta sociedad mercantilizada la que ha transformado la mayoría de nuestras necesidades y proyectos en productos y servicios que se pueden obtener en un clic? ¿Podemos denominar derechos a algunos privilegios que solo puede disfrutar una parte de la sociedad? ¿Estos deseos materiales están escondiendo realidades de desigualdad e injusticia que afectan todavía hoy a una parte importante de la ciudadanía?
No es casualidad. Desde hace décadas, el relato publicitario ha convertido en derechos nuestros deseos. Tenemos derecho a fibra óptica en casa, a elegir libremente los ingredientes de la pizza, a cambiar de smartphone cada vez más rápido, derecho a viajar a los lugares más exóticos del planeta, a un coche que nos haga libres, a darnos los caprichos más exclusivos… Parece que nuestra felicidad solamente está sustentada en el logro de deseos insatisfechos. Pero se intuye que el catálogo de «derechos» que ofertan las marcas y la sociedad de consumo puede ser solo la tapadera que oculta la verdadera injusticia de la desigualdad.
En los últimos tiempos, derechos y libertades se han convertido en la reclamación más reiterada de la derecha neoliberal, apropiándose, en parte, de las utopías meditadas hasta ahora por la izquierda. La derecha ha arrebatado a las formaciones progresistas el estandarte de una libertad, convertida en objeto de intercambio desde su propiedad particular. Ese es el problema. El haber transitado desde una idea de libertad, que construye el bien común y busca transformar lo más injusto, a su sentido más individualista, en el que la libertad es coto privado de cada uno, y allá cada cual cómo la gestione o haga uso de ella. La libertad que exige ahora la derecha es la de los pocos privilegiados que pueden ejercerla. La libertad de la izquierda es aquella que persigue que una mayoría pueda practicarla.
Si contextualizamos el momento y el escenario en los que emerge esta discusión –entiéndase como desafección, enfado, alejamiento, crisis permanente, polarización, enfrentamiento, extremismos, posverdad, vértigo, emociones, redes sociales, odio, populismo–, la idea de la libertad como objeto de consumo tiene su sentido porque cada uno reclama qué hay de lo suyo y quién le puede «coser» sus agujeros más urgentes. Y cuando algún poder superior limita o impide esa aspiración se produce la deslegitimación.
Como señala Innerarity en su último libro (La libertad democrática, Galaxia Gutenberg), «buena parte de la actividad de los Gobiernos tiene la forma de prohibición (…) La acción de gobernar adquiere así una connotación negativa que dispara la sospecha contra la autoridad y hace atractivo el discurso libertario».
Los derechos fundamentales son aquellas libertades y prerrogativas que son esenciales para el bienestar, y el logro de una vida plena y satisfactoria del individuo. Entre otras particularidades, se trata de derechos porque son universales, es decir que deben disfrutar en condiciones de igualdad el conjunto de los seres humanos, sin excepción de ningún tipo. El concepto de libertad no puede descender hasta el mercadeo de lo particular y diferencial. Debería mantenerse a la altura de los derechos universales, de aquellos ideales que nos hacen iguales.
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