Artículo publicado en El Correo (15/06/2023)
Me niego a creer que estemos en una situación límite, pero es probable que debamos recurrir a
ayudas extraordinarias. Al igual que escribió el evangelista Mateo (9:35-38), Jesus se compadeció de ́las gentes al verlas como ovejas sin pastor. «La cosecha es abundante, pero son pocos los obreros —les dijo a sus discipulos—». ́
En estos días el frenesí de los medios de comunicación sirve en bandeja las dos caras de Jano. Hay demasiado análisis sobre los efectos post y preelectorales. Pero observando la realidad cotidiana, lo que me inquieta es adivinar cual será la reacción de otra gente que piensa y decide. Más aún, claro está, la
de quien se deja llevar sin pensar.
Además, y aunque no soy partidaria de teorías ‘iluminadas’, me intranquiliza la peculiar fecha fijada para votar un nuevo Gobierno. Resulta que el 23 es un número rodeado de misterio y esoterismo. Los matemáticos nos dicen que figura entre los primeros números primos menores de 100, y relacionadas con él hay una infinidad de conclusiones conspiranoicas; tales como que fueran 23 las puñaladas de Julio César, el que los calendarios egipcios y sumerios comenzaran el 23 de julio, o que el salmo más conocido de la Biblia es el 23: «El Señor es mi Pastor»; también que son 23 los ángeles caídos…
Si añadimos teorías de ciencia ficción, el cóctel lleva a creer que la casualidad se ha aliado con el enigma 23, sospechosamente.
Pero como alguna vez he dicho, una nació el 21 de diciembre («ver para creer»), y prefiere mantenerse pragmática y releer a Francisco Gan (‘El arte de mandar bien’). Sus reflexiones, aunque básicas, sirven para recoger otra idea: la gestión de la adversidad. Es insoportable ver la incapacidad de reconocer errores de quien manda. Yo la sitúo con el número 1 de la nueva lista de pecados capitales.
Sinceramente, el «Dum spiro, spero» de Séneca, es decir, «mientras respiro hay esperanza», puede ser el lema del actual presidente, pero más allá de grandes frases, creo que son los datos los que hablan hoy por sí solos, y de forma demoledora. Datos macroeconómicos y datos de la vida cotidiana. Si no, que se lo pregunten a varios, pero sobre todo, a ese sindicato vasco hiperactivo que tan pronto inunda calles
con octavillas como pone música a todo volumen y lanza consignas cacofónicas.
Así que me sale un ¡viva Noruega! Y no desvarío. Lo sostengo por razones de paz social y equilibrio en la gestión pública.
Qué puede decirse de un Gobierno que crea un icono arquitectónico como la premiadísima Ópera y termina su construcción no solo en plazo, sino además con coste menor de lo previsto. Como es sabido, su edificio ha sido punta de lanza de la revitalización urbana y cultural de Oslo, y con resultados ampliables al resto de su geografía (sexto país europeo en extensión). Una nación que dejó de ser pobre hace muchos decenios.
Y no hace falta que me refiera a energéticas, ni a modelos educativos, ni a las inversiones del fondo soberano en el extranjero, ni a Haaland; tampoco al momento espléndido que vive la metamorfosis urbana de Oslo con el nuevo Museo Munch, su Galería nacional y la renovación hasta del edificio Nobel. Pero conviene subrayar que los noruegos ocupan el numero 4 en la lista de los más de 190 países del ránking de PIB per cápita.
Cierto, la corona noruega no está en su mejor momento, pero los menos de cinco millones y medio de ciudadanos saben que la deuda pública, por ejemplo, supone el 42% del PIB (2021). ¡Vaya bicoca! La calidad cotidiana es un hecho que se comprueba simplemente dándose un paseíto por los fiordos. Los
barrios litorales de Oslo, por ejemplo, con la mayor playa urbana de Europa y sus terrazas en barrios que eliminaron lo peor de un puerto degradado, confirman que, en cuanto sale el sol, los nórdicos son tan disfrutones como nosotros. Un país en el que incluso en el hotel más modesto no se sienten ruidos en sus pasillos, donde además de mucha escultura (Oslo emula y supera a Oviedo), la limpieza y la honradez son distintivos evidentes. En definitiva, Noruega es uno de los países menos corruptos del mundo.
Y me planteo: ahora que estamos en fase previa para decidir el 23 de julio qué cambios queremos, ¡quién me habrá mandado viajar un fin de semana a Noruega!
Recuerdo que no hace mucho hubo quien comparó a Dinamarca con Euskadi. No es mi intención hacer lo mismo con el país de los vikingos más temerarios. Pero si copiásemos un poco de la social-democracia que gobierna en 2023 junto con el Partido de Centro, en el marco de una monarquía parlamentaria, a lo mejor erradicaríamos tanta trápala, verborrea, promesas incumplidas, chapucerías, trolas, desatinos y moscas cojoneras.
Los ‘drakkar’ o barcos vikingos terminaban en extremos idénticos, lo que les permitía avanzar en sentido contrario sin necesidad de dar media vuelta. Quizás el símil pueda servir a los asesores de los contendientes políticos en las futuras elecciones. No sé… es una idea.
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