Artículo publicado en El Correo (26/06/2023)
Son muchos y grandes economistas los que han destacado la importancia de la productividad, pero hoy solo recordaremos las palabras del Premio Nobel Paul Krugman, que dice así: «La productividad no lo es todo, pero a la larga lo es casi todo».
Pero ¿qué es eso de la productividad? Pues nada más y nada menos que el ingrediente principal del crecimiento ‘desde dentro’ de la renta nacional. La renta nacional o PIB depende del nivel del equipo capital de un país y de su número de trabajadores activos. Si aumenta el equipo capital o crece el
número de trabajadores empleados también avanza la renta nacional. Pero esa foto es muy estática. El verdadero progreso surge cuando un mismo número de empleados es capaz de generar sucesivamente mayores niveles de renta. Una forma simplificada de determinar la productividad laboral de un país es dividir la renta nacional, o el PIB, entre el total de trabajadores o el número de horas trabajadas.
Ahora ilustrémonos comparando la fotografía española con la de Alemania. En España se trabajan 1.800 horas anuales frente a las 1.350 horas de Alemania. Lo lógico sería que en España generáramos una mayor renta ‘per cápita’. Pero no es así. Resulta que nuestra renta ‘per cápita’ anual es de 27.870 euros, mientras que la alemana asciende a 46.180. ¿A qué se debe tan sorprendente contradicción? Simple y llanamente a que nuestra productividad es notablemente inferior a la alemana. De lo que se deduce
que las administraciones públicas y las instituciones privadas deberían poner toda la carne en el asador para indagar los resortes que promuevan esta variable económica milagrosa.
No vamos a repetir aquí la larga serie de factores que contribuyen a la productividad de una economía, a cuya cabeza se sitúan, como es archisabido, la formación, el conocimiento y las habilidades de los asalariados.
Ahora al grano. Traemos aquí este tema para repasar el estado de una recomendación formulada en septiembre de 2016 por la Comisión Europea para la creación de los llamados Consejos Nacionales de Productividad (CNP). Los CNP se concibieron como instituciones objetivas, neutrales e independientes
«para analizar la evolución y las políticas en el ámbito de la productividad y la competitividad, contribuyendo así a promover la apropiación y la aplicación de las reformas necesarias a escala nacional y, de este modo, fomentar el crecimiento económico sostenido y la convergencia».
Hasta la fecha, 19 estados miembros de la Unión Europea han establecido un CNP, incluidos 17 estados miembros de la zona euro. Otros dos países no pertenecientes a la Eurozona han creado instituciones paralelas. Los consejos publican anualmente un informe con una variedad de contenidos y enfoques analíticos. Esto permite el intercambio de información sobre diferentes metodologías impulsoras de la productividad y la competitividad, y de algunas políticas congruentes. Hay temas recurrentes en los estudios, como la desaceleración secular de la productividad, los efectos del Covid-19 en la misma y la incidencia de las transiciones digital y ecológica. Todas estas publicaciones concluyen con recomendaciones a sus respectivos gobiernos.
Pero si el lector revisase la relación de países cumplidores comprobaría, quizá con estupor, que España, el de mayor pérdida de productividad desde 2013 en la zona euro, no figura en la lista de quienes han seguido las recomendaciones de Bruselas. No tenemos Consejo Nacional de Productividad. Junto a Italia y Estonia somos los alumnos torpes de la clase.
Esta negligencia arroja como conclusión una carencia notable de perspicacia y determinación política para afrontar uno de los retos más apremiantes de nuestra economía. Al negarse a secundar las medidas recomendadas por el Consejo europeo, España corre el riesgo de desperdiciar valiosas oportunidades de crecimiento económico, malgastar su potencial y cronificar su lánguida competitividad. Es imperativo que España acate ya la exhortación del Consejo europeo. No sería necesariamente la panacea universal, porque las propuestas teóricas deben convertirse en realidades mediante la trabajosa práctica. Pero comportaría ideas y proyectos para proponer a quien corresponda –sector público o privado– una diversidad de medidas que fortalezcan los pilares de la eficiencia económica.
Resulta asombroso que cuando la carrera discurre por un trazado determinado, nosotros circulemos en sentido contrario portando la etiqueta de farolillo rojo en el pelotón europeo de la productividad.
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