Artículo publicado en Deia (09/07/2023)
Ustedes lo han visto muchas veces. Cuando toca aprobar en cualquier cámara una comisión de investigación sobre un asunto de actualidad que afecta a un partido, sea cual fuere, dos argumentos se cruzan: unos defenderán la capacidad del legislativo para dar luz a un asunto de legítimo interés ciudadano; los otros rebatirán que ante cuestiones que afectan a la disputa partidista, máxime si el poder judicial aún no se ha pronunciado, no cabe reflexión serena que busque lealmente la verdad, sino que el legislativo se convierte en una plataforma para golpear al adversario y afectar, sin las garantías propias de otros procedimientos, al honor y buen nombre de las personas. Ambos argumentos me parecen dignos
de consideración. Lo que llevo mal es que se emplee uno u otro argumento como verdad absoluta, según qué lado de la trinchera toque en cada momento: muestra mayor hipocresía que criterio.
Siempre me pregunto si no sería bueno aprovechar los momentos en que no haya ninguna comisión a la vista para acordar los mejores principios para lo sucesivo. Como ven, uno no sabe renunciar, a pesar de su edad, a la ingenuidad. Algo de esta fastidiosa hipocresía, que solo tragan los muy convencidos de cada casa, observo ahora en la polémica sobre los pactos electorales. ¿Pueden alcanzarse pactos entre partidos para componer mayorías una vez constituidos los órganos electores o debe dejarse gobernar en solitario a quien haya conseguido más votos entre los que se presentaban? Según cómo le toca en la aritmética, a uno le parece mal que el plenario acuerde en un lugar, pero ejemplar que lo haga en el pueblo o territorio vecino. Es natural que lo uno duela y lo otro guste, según las preferencias de cada cual. Lo que no resulta de recibo es que se empleen argumentos mentirosos para justificar nuestras pasiones. Los principios democráticos pierden así credibilidad y la ciudadanía los percibe como instrumentos dialécticos dispuestos en el almacén de argumentarios para tirar la piedra en una u otra dirección según corra el viento.
Los sistemas presidenciales pueden resultar tan legítimos como cualesquiera otros, pero no son los nuestros. En nuestros ayuntamientos y territorios forales, así como en los parlamentos vasco, español y europeo, elegimos concejales, junteros o parlamentarios. Y a ellos toca alcanzar mayoría para elegir y sostener gobiernos en cada institución.
A mí, quizá porque es el sistema con el que he crecido, me gusta que sean los concejales y parlamentarios los que deban llegar a acuerdos innovadores y creativos si la ciudadanía no ha resuelto otorgando mayoría absoluta a nadie. Lejos de considerar la capacidad de acordar como una vergonzosa componenda, me parece una noble manifestación de la práctica democrática en una sociedad madura. No se trata de que el sistema presidencial sea mejor o peor. Cada modelo tiene sus pros y sus contras. Se trata de respetar las reglas de juego que cada sistema se da y no cambiarlas según me llegan las cartas con las que en esta concreta legislatura me toca jugar.
Cabe mostrar nuestra frustración de grupo, pero no cuestionar la legitimidad de unos y otros gobiernos según el color del que resultan. Lo hemos visto en la reciente composición de gobiernos municipales y en Juntas: al mismo partido que le parecía magnífico y legítimo el acuerdo entre diferentes en un pueblo para superar a la candidatura más votada, le parece horroroso e ilegítimo que suceda lo mismo en otro pueblo o territorio.
La candidata más votada tiene cierta legitimidad formal, casi honoraria, que le permite un liderazgo en el inicio de los procedimientos y ciertas primacías en caso de empate o de ausencia de acuerdos. Pero no más.
Viene todo esto a cuento porque de nuevo vemos la misma hipocresía y las mismas trampas que hemos visto en Euskadi, en las nuevas propuestas del jefe de la oposición en Madrid para que gobierne la lista más votada cuando le favorezca, mientras acuerda lo contrario cuando puede.
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