Frente a quienes vinculan el terrorismo y las mafias con las carencias democráticas de pueblos pobres, no deberíamos olvidar nuestra historia reciente
Artículo publicado en El Correo (16/08/2023)
El asesinato del candidato a la presidencia ecuatoriana Fernando Villavicencio ha sacudido a la comunidad internacional y en especial a la iberoamericana. No es para menos. Recordemos que Ecuador era, hasta hace muy poco, uno de los países más seguros de Ámerica Latina y ha pasado, con una velocidad que asusta, de ser un remanso de paz a soportar más de 3.500 asesinatos a lo largo de este año. Como siempre ocurre, no han tardado en aparecer los análisis simples, tan abundantes en estos tiempos de posmodernidad líquida; y, con ellos, las soluciones, tan pazguatas como desacertadas.
Por un lado, los que achacan el aumento de la criminalidad a las políticas del neoliberalismo proveniente de Estados Unidos y que piden llegar a un «diálogo» –sinónimo de acuerdo e impunidad– con los cárteles de la droga, en su mayoría colombianos o mexicanos. Y, por otro, el péndulo se inclina al extremo contrario: aquellos que acusan a la izquierda, señalando sus connivencias con el narcotráfico, y que piden mano dura con las ‘maras’, al estilo de lo impulsado por el presidente salvadoreño, Nayib Bukele –recordemos que hasta 2022 la tasa de homicidios en este país era de 105 por 100.000 habitantes, más de 60 asesinatos diarios, y en este momento es de tan solo 8, una de las más bajas de Ámerica–, ocultando las graves violaciones de derechos humanos ocurridas bajo las detenciones masivas que cobija esta política.
Se obvian los múltiples factores en juego y, por lo tanto, sin observar la complejidad del problema se impide abordar una solución realmente posible. El poder del narcotráfico, con sus ramificaciones políticas, a izquierda y derecha del arco parlamentario; la economía de la región, tan dependiente de los gigantes del norte;las fronteras del país, en algunos lugares tan permeables como difíciles de vigilar; los bajos salarios, la falta de incentivos… Todo ello, más el armamento obsoleto, la corrupción generalizada entre las fuerzas de seguridad que deben combatir al narco y, finalmente, el valor estratégico que varias ciudades y puertos del Ecuador tienen para la salida de la droga –esa que surge de la demanda de Occidente, no lo ocultemos– hacen que la superación de esta situación resulte endiablada y, posiblemente, que no pueda plantearse sin la colaboración y ayuda, tanto de las organizaciones supranacionales de Latinoamérica como de las de Estados Unidos, Canadá o la Unión Europea.
Con todo, lo que más me ha sorprendido de las reacciones suscitadas en nuestro país no ha sido lo anteriormente expuesto, sino los análisis que vaticinan un hundimiento de la economía, del Estado, de la clase media, del turismo y en definitiva de la convivencia en la República de Ecuador. Observaciones todas ellas que subrayan la existencia de poderes fácticos, con ciertos apoyos poblacionales que pueden socavar los cimientos del Estado, que evidencian redes de delatores y sicarios que generan un miedo cierto entre la ciudadanía y que tanto la extorsión como la sangre derramada son factores que contribuyen a ahuyentar la inversión y a generar pobreza económica y moral en un territorio.
Todos esos análisis finalizan con una coletilla que no oculta un respiro de alivio: menos mal que todo esto ocurre allí, en la convulsa y sorprendente tierra americana. Demos gracias porque nosotros vivimos en la idílica Europa, lugar privilegiado donde estas situaciones de deterioro institucional y ético jamás serían posibles.
No voy a mencionar el caso italiano, en el que la mafia puso en jaque al Estado con el asesinato del juez Falcone. Tampoco los años sangrientos de Irlanda del Norte. Mucho menos lo ocurrido durante la guerra de los Balcanes. Tan sólo voy a recordarles que aquí, en una pequeña región al norte de España, ETA, una organización con delirios independentistas a los que se unían elementos de lucha revolucionaria marxista, fue capaz de generar toda una red de activistas y colaboradores –entre pistoleros, abastecedores, propagandistas, delatores, señaladores, hostigadores, captores, cargos políticos, cobradores, intermediarios, periodistas, abogados, etc.– que consiguieron un nivel de miedo tal entre la población vasca, una auténtica ‘omertá’, que facilitó su desarrollo criminal durante años. Una existencia de varias décadas con 900 asesinados, miles de mutilados, otros tantos huérfanos, un contingente de exiliados nada desdeñable, una economía que todavía arrastra aquellos déficits y el aniquilamiento de las fuerzas de centro-derecha del juego político. Una organización que, gracias al terror generado, puso en jaque al Estado, que durante varios años se vio desbordado y sin poder garantizar la seguridad de sus representantes.
Decía José Saramago que es necesario estar alerta todos los días para no caer en la deshumanización o el totalitarismo, pues si nos relajamos puede llegar en cualquier momento, Y aquí, doy fe de ello, ocurrió. Sería bueno que no olvidáramos tan pronto nuestra historia reciente y que abandonáramos esa mirada profundamente etnocéntrica que tan sólo observa nuestras bondades, mientras señala las carencias democráticas de otros pueblos, pobres, todavía sumidos en un estado de salvajismo.
Seamos más prudentes, y fundamentalmente más justos, a la hora de dar lecciones morales a otros.
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