No es casual que las personas que más tienden a hablar mal del prójimo sean las que tienen la autoestima más baja
Artículo publicado en El Correo (13/08/2023)
El verano es tiempo de tertulias relajadas con amigos que no vemos frecuentemente. Es un momento en el que probablemente hablaremos de personas ausentes. Y, por nuestra naturaleza humana, caeremos en la crítica gratuita innecesaria. Pero ¿por qué?
Algunos ni siquiera reconocemos hacerlo, lo escondemos o suavizamos con coletillas finales tipo ‘…bueno, es una opinión, pero vamos, que haga lo que quiera’. Pero ¿quién le pidió opinar? Es una crítica en pura regla. Un juicio emocional negativo para hablar mal de alguien sin que nadie se lo haya pedido. Probablemente lo ha hecho sin mala fe, inconsciente (no siempre), pero lo ha hecho más de una vez (no se engañe a sí mismo/a). Por dos motivos principales.
El primero de ellos es la búsqueda de una defensa, protegernos con un ‘yo no soy así, soy mejor que él/ella’. Buscamos reforzar nuestro propio ego mediante la comparación con el prójimo, perolo hacemos llenos de sesgos y subjetividades. La falta de autocrítica corre por las venas de los mortales. Evitamos mediante filtros abrirnos en canal y ver nuestra cruda realidad de seres imperfectos y frágiles. Un claro ejemplo de ello es el llamado ‘efecto BTA’ (better than average); es decir, ser mejor que la media.
Especialmente en las culturas occidentales, cuando pedimos a las personas que se autoevalúen en sus habilidades, la mayoría afirman ser mejores que la media (cuestión estadísticamente imposible). ¿Sabe qué porcentaje de conductores cree conducir mejor que la media?: el 90%. ¿Cuántos profesores creen ser mejores que la media?: el 94%. ¿Cuántos estudiantes creen estar por encima de la media?: el 85%. Los números hablan por sí solos. Esto es imposible. Y, por favor, no me diga que usted sería mucho más objetivo, ya que correría el riesgo de estar en el llamado ‘sesgo del punto ciego’, aquel más desarrollado por las personas que afirman no tener sesgos.
El segundo está directamente relacionado con el anterior (es una versión más intensa). No es casualidad que los individuos que más critican suelen ser precisamente los que tienen la autoestima más baja. Personas resentidas con algunos capítulos de sus vidas que buscan las debilidades del prójimo para protegerse y ratificar que ‘el resto son tan malos como yo’ (ya sabe eso del «mal de muchos…» nos consuela). En este caso, aplican el sesgo de la confirmación, el ‘¿ves?, te lo dije’, enfocándose siempre en las partes negativas. Freud lo denominaba «proyección psicológica»; es decir, atribuir a terceros ideas que resultan inaceptables para uno mismo porque generan angustia. En palabras de nuestro sabio refranero, dime de qué presumes y te diré de qué careces.
¿Cómo reducir esta tendencia a la crítica? Primero, prestando atención a lo que estamos diciendo y aumentando nuestra autoestima. Y segundo, frenando al prójimo en sus críticas. Cuenta la historia que en una ocasión llegó uno de los discípulos de Sócrates en gran estado de agitación. Le dijo al filósofo que se había encontrado con uno de sus amigos y que este había hablado mal de él con gran malevolencia. Al escuchar esto, Sócrates le pidió que se calmara. Después de pensarlo un momento, le pidió que esperara un minuto y le manifestó que, antes de escuchar lo que tenía para contarle, el mensaje debía pasar por tres filtros. Si no los superaba, el mensaje no era digno de ser escuchado.
Como era su costumbre, el sabio griego le formuló una pregunta a su ansioso discípulo: «¿estás absolutamente seguro de que lo que vas a decirme es verdad?» El discípulo pensó un momento. En realidad, no podía estar seguro de si lo que había escuchado podía catalogarse como malevolencia. Todo era cuestión de perspectivas. «Entonces no sabes si todo es cierto o no», dijo el filósofo. El discípulo tuvo que admitir que no. Luego, el gran maestro griego formuló una segunda pregunta: «¿lo que vas a decirme es bueno o no?». El discípulo contestó que, por supuesto, no era nada bueno. Todo lo contrario. Lo que tenía que contarle eran palabras que, a su juicio, le causarían malestar y aflicción.
Entonces, Sócrates señaló: «vas a decirme algo malo, pero no estás totalmente seguro de que sea cierto». El discípulo admitió que así era. Para terminar, Sócrates debía plantear un tercer interrogante y así lo hizo: «¿me va a servir de algo lo que tienes que decirme de mi amigo?». El discípulo dudó. En realidad, no sabía si esa información le sería de utilidad o no. Quizás solo lo distanciaría de ese amigo, pero teniendo en cuenta que no se sabía si era verdad o no, tal vez saberlo no resultaba útil.
Cuenta la anécdota de los tres filtros de Sócrates que al final el filósofo se negó a escuchar lo que su discípulo quería decirle. «Si lo que deseas decirme no es cierto, ni bueno e incluso no es útil, ¿para qué querría saberlo?», sentenció.
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