Artículo publicado en El Correo – edición impresa y online (11/12/2023)
Es sabido que las 85 personas más ricas del mundo acumulan una fortuna equivalente a la de las 3.500 millones de personas más pobres. Pero esa descomedida estadística requiere matices, porque la desigualdad es un concepto abierto y relativo, a diferencia de la pobreza, que es una noción concreta y cerrada.
En 1906, Max Otto Lorenz, un economista estadounidense, desarrolló en un circunstancial ensayo universitario la curva que lleva su nombre. De dicha curva se obtiene la valoración de la desigualdad de un país, que, posteriormente, el estadístico italiano Corrado Gini bautizó con el nombre de Coeficiente de Gini, y que va del 0 en un sistema perfectamente equitativo al 1 (o al 100) en el más divergente y censurable.
Para Naciones Unidas, un Coeficiente de Gini superior al 0,4 (o 40) es alarmante, porque indica una polarización entre ricos y pobres difícil de asumir por la sociedad. Encabezan, tristemente, la clasificación mundial del índice de Gini, Sudáfrica (63), Namibia (59) y Zambia (57), seguidos de hasta 20 países africanos.
Islandia (23,6), Eslovaquia (23,7) y Noruega (23,9) son los países con coeficientes de Gini más bajos, representativos de una menor desigualdad. Alemania (28,8), Reino Unido (33,5), Francia (29,6), Italia (32,7), Portugal (32), Estados Unidos (39,8), Japón (32,9) o China (37,1), transitan entre los mejores y los peores. A finales de 2022, España registraba un índice de 32, muy similar al de 2008 (32,4).
El debate sobre la desigualdad registró en España momentos de renovada tensión durante la gran crisis desencadenada aquel año. Luego, las políticas de austeridad ahondaron la brecha, especialmente sobre aquellos colectivos situados en la parte baja de la distribución. Una recuperación económica escuálida, que apenas ha alcanzado décimas de crecimiento en 15e años, ha cronificado las vulnerabilidades del tejido social. De hecho, España sigue siendo uno de los países europeos con mayor desigualdad de rentas, a pesar del meteórico crecimiento de la deuda pública, consecuencia de repetidos déficits públicos con destinos sociales.
Según averiguaciones de Funcas, se produjo en nuestro país una disminución de la desigualdad en la segunda mitad de los años ochenta del pasado siglo y una posterior estabilización durante la década de los noventa, con ligera caída al final del decenio que, sin embargo, se invirtió en los primeros años del nuevo siglo. La etapa de expansión económica, 1994-2007, se inicia y termina con indicadores de desigualdad prácticamente iguales. Aunque la crisis de la pandemia de Covid dio lugar a un repunte del índice de Gini hasta 33, hemos vuelto a índices de 32, una vez normalizada la actividad económica y el empleo y el refuerzo de algunas medidas de protección social, como el Ingreso Mínimo Vital y otras.
Aunque estamos en la media de los países desarrollados de nuestro entorno en materia de
desigualdad no puede dejar de aludirse a los elementos básicos que la condicionan, por si es posible aliviarla. El más significativo, por su carácter redistributivo, lo constituye un sistema fiscal justo que actúe como estabilizador automático y financie un estado del bienestar suficiente. Un sistema fiscal injusto debe corregirse, como debe ponerse fin a la hemorragia financiera y al robo que provocan la corrupción, la evasión fiscal y los flujos ilícitos de capitales. En materia de emprendimiento autónomo, la capacidad de iniciar y hacer crecer negocios puede estar sesgada por factores como el acceso al crédito y la infraestructura.
Hay que analizar igualmente la distribución de la inversión y del gasto público, cuando estos se rigen por criterios de conveniencia o de pacto y unos grupos o regiones disfrutan de mayores inversiones en salud o educación, o mejores infraestructuras en energía y comunicaciones.
Capítulo especial merece la existencia de una brecha digital producida por la distinta oportunidad de acceso a la educación digital, como renglón particular de la educación en general. Y finalmente, aunque sin ánimo de agotar la enumeración de los obstáculos, la desigualdad de género y la discriminación racial y étnica, resultado frecuente de políticas falsamente proteccionistas, puede afectar a la distribución de las oportunidades económicas.
Pero por encima de cualquier razón, el alivio de las deficiencias enumeradas solo será fecundo si germina en un sistema económico eficiente, esto es, de una alta productividad. Y así volvemos una vez más a nuestro gran déficit patriótico: no son posibles grandes relatos en un país que registra el crecimiento de la productividad más famélico de toda la OCDE.
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