El ‘clown’ es un poderoso recurso social para la convivencia. Por eso degrada este noble arte la actuación militante de los payasos más conocidos en Euskadi.
Artículo publicado en El Correo – edición impresa (05/01/2024)
Si algo representa la Navidad, ese tiempo extraordinario que da sus últimos coletazos estos días, es precisamente su gran capacidad de generar ilusión. Una ilusión infantil, que se reproduce en las personas adultas al volver a vivirla en los hijos y nietos. Una fantasía que se evidencia en el brillo en los ojos de los y las infantes al ver las luces del árbol, al recibir los regalos de Olentzero o al observar el paso de la cabalgata de los Reyes Magos, ese último ritual de este periodo navideño.
Y es que el ensueño de un niño se nos presenta siempre como algo inocente. Quizás sea el ejemplo más evidente de un sentimiento limpio, candoroso, no contaminado. Por eso precisamente a quien trabaja para divertir a la infancia se le pide, en justa correspondencia, no subvertir ni corromper esa confianza que la sociedad deposita en él. Un grupo humano que entrega a sus pequeños en manos de algunos de sus miembros lo hace porque confía en ellos; es, de alguna manera, una entrega simbólica de su futuro a quienes tienen la autoridad moral para poder educarlos, también a través de la diversión.
Recuerdo de mi infancia una figura central asociada a estos días de Navidad. Una figura que se prodigaba no solo en el ocasional circo que montaba sus coloridas carpas en un solar de la ciudad, sino también en numerosos actos solidarios con niños, en hospitales, residencias de ancianos o incluso acompañando el recorrido de sus majestades de Oriente. Me refiero a ese artista, tantas veces infravalorado, que hizo, hace y hará las delicias de un niño: el payaso.
Podría hablarles de Oleg Popov, Ramper, Buster Keaton, Boliche y Chapinete, Gaby, Fofó y Miliki, ‘los payasos de la tele’, o Txirri, Mirri y Txiribiton. Su arte ha sido reconocido por generaciones, aunque mis recuerdos infantiles me conducen payasos cercanos a mí como Zape (Ramón Jiménez), Txema Blasco (antes de ser un actor conocido actuó en los Hermanos Txeti), los Hermanos Álava, los Hermanos Zubia o el entrañable Paco Gorostiza ‘Pakiki’. Si hay algo que destaco en todos ellos es su inagotable bondad, ternura que se correspondía con la ilusión inocente del público al que se dirigían.
Creo firmemente que la labor del payaso, contra lo que muchos piensan, no es un arte menor o frívolo, sino un poderosísimo recurso social para la convivencia y la superación después de situaciones traumáticas. Yo lo definiría como una auténtica ‘medicina social’. Quizás por esto, no puedo sino observar como una forma de degradación de este noble arte los objetivos ocultos, y los mensajes, implícitos o explícitos, que envuelven las actuaciones de los payasos más conocidos en la actualidad en el País Vasco y Navarra. Unos payasos que llenan plazas, teatros, centros educativos, fiestas y pabellones municipales de Vasconia. Unos ‘clowns’ que, incluso con subvenciones públicas, piden a la infancia vasca que apoye la liberación de los «presos políticos» que están en la cárcel por, simplemente, amar mucho a Euskal Herria. Unos bufones que demandan empatía para con quienes asesinaron a más de veinte niños, desde el pequeño José María Piris (1980) hasta la niña Silvia Martínez (2002), y dejaron mutilados, huérfanos o transterrados a miles, pero silencian deliberadamente a las víctimas inocentes.
Siento nadar contracorriente, sobre todo porque es muy fatigoso, pero no puedo enmarcar la actuación, militante de estos payasos abertzales en el contexto de ilusión y alegría. Y no puedo hacerlo porque considero que es una auténtica violación de la inocencia infantil que antes he mencionado, por un lado, y una afrenta a nuestro futuro como sociedad que se desea reconciliada, por otro. Como dice una compañera de Universidad, pareciera que se pretende cambiar el lema ‘la letra con sangre entra’ por ‘la sangre con letra entra’. Encajarían mucho más en un espacio marcado por el fanatismo, la oscuridad, el silencio y el miedo.
La ocultación de los mecanismos y de los actores que contribuyeron al terror resulta una perversión moral de gravísimas consecuencias, aunque sus actuaciones y canciones se vendan y difundan con gran éxito. La ética no es una cuestión de multitudes o minorías, sino de cuestionamiento de las virtudes morales que soportan la función pedagógica de estos ‘euskalpayasos’. Y un análisis desde esta perspectiva no puede aprobar su trayectoria, ni pasada, ni presente y me temo que ni futura.
Dice el profesor Reyes Mate que cuando alguien asesina es mucho lo que muere. Aquí, añado yo, incluso la ilusión infantil.
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