Artículo publicado en The Conversation (25/01/2024)
Conocí a un chico una noche de fiesta cuando tenía 16 años. Nos fuimos a mi casa y, aunque le dije que parase en varias ocasiones, me forzó a mantener relaciones sexuales. Me quedé paralizada. A partir de ese momento empecé a salir más de fiesta y a tener relaciones sexuales con chicos que ni si quiera me gustaban. No entendía por qué lo hacía: me sentía culpable, sucia y decepcionada conmigo misma. Si lo normal sería que no quisiera que me tocase nadie después de algo así, ¿por qué hago todo lo contrario?
Testimonio de Rocío, 19 años.
Las agresiones sexuales sobrepasan la capacidad de afrontamiento y producen en las víctimas un fuerte impacto negativo a nivel emocional. Supone un ataque directo al sentimiento de seguridad. Históricamente, las mujeres han sido las principales víctimas de este tipo de violencia, como consecuencia de las dinámicas de poder y la desigualdad de género.
Devastación emocional
Estas experiencias pueden modificar nuestra forma de sentir, comportarnos y relacionarnos con los demás en el futuro. Los estudios realizados hasta la fecha se han centrado en las secuelas que sufren los menores de edad agredidos por adultos, mientras que los casos entre iguales están menos visibilizados. Y más aún si se producen en el marco de una relación de pareja.
A pesar de esto, varios estudios han revelado que una tercera parte de las adolescentes de todo el mundo se inician en la vida sexual con una relación forzada. Debido a que esa iniciación es cada vez más precoz, podría aumentar de manera alarmante la prevalencia de las agresiones entre los jóvenes y adolescentes.
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En cuanto a las principales consecuencias psicológicas, nos encontramos con depresión, ansiedad, trastorno por estrés postraumático, trastornos de la conducta alimentaria, autolesiones, disociación, fobias e hipersexualidad. De esta última, menos difundida, nos ocuparemos con detalle más adelante.
Tales alteraciones pueden manifestarse de forma inmediata tras la agresión o varios años después, interfiriendo gravemente en la vida de las víctimas. En ocasiones, un suceso, situación u olor que recuerden la vivencia pueden desencadenar los síntomas.
La necesidad de ponerle nombre
Es frecuente que la persona oculte la agresión por miedo a que la culpen (“podrías haberlo evitado”) y a la estigmatización social, así como por sus propios sentimientos de vergüenza y culpabilidad.
Todo esto, junto a la incomprensión de lo que ha pasado, dificulta que las víctimas se atrevan a identificarlo como una agresión sexual –sobre todo, si viene por parte de la pareja–, lo que suele agravar los síntomas. Se ha comprobado que ponerle nombre es necesario para transitar el trauma y poder vivir con ello.
Es importante señalar que entre las posibles reacciones ante una amenaza –ataque, huida o inacción–, la parálisis suele ser la más frecuente en las agresiones sexuales. El miedo intenso produce inmovilidad e, incluso, incapacidad para vocalizar, lo que dificulta la defensa o resistencia de la víctima. Esto podría generar una sensación de indefensión ante las futuras amenazas y se ha vinculado con una mayor probabilidad de sufrir un trastorno de estrés postraumático en el futuro.
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Además, es frecuente que a la víctima le cueste recordar lo que ha sucedido y que experimente una sensación de irrealidad, debido a que el miedo bloquea el sistema de procesamiento de la información. Nuestro cerebro almacena lo que nos pasa en la memoria, pero esta podría producir una especie de amnesia ante las situaciones traumáticas, con el fin de protegernos.
Sin embargo, a veces es posible revivir lo sucedido en forma de flashbacks a lo largo de nuestro día a día o durante las relaciones sexuales normales. Parece que así el cerebro trata de comprender y de integrar lo que ha sucedido.
El desenfreno como mecanismo de defensa
Y como decíamos más arriba, este tipo de agresiones también pueden desencadenar una conducta sexual compulsiva. De hecho, los estudios sugieren que nos enfrentamos a uno de los efectos más comunes y duraderos, aunque también se encuentra entre los menos conocidos y visibles. Socialmente se ha transmitido que la consecuencia lógica es experimentar una aversión al sexo o no practicarlo tras el trauma vivido.
Ese aumento en la búsqueda de relaciones sexuales, tanto en frecuencia como intensidad, a menudo se acompaña de un sentimiento de culpa e incomprensión. Es importante darlo a conocer, ya que cuando la conducta comienza a tener un sentido, el nivel de angustia y culpabilidad parecen reducirse.
Son varias las razones que se han dado para esclarecer este comportamiento. En primer lugar, algunos autores han relacionado este tipo de experiencias traumáticas con alteraciones en el córtex prefrontal, área cerebral vinculada a la toma de decisiones, el control de impulsos y la regulación del estado de ánimo.
Al margen de las explicaciones neurobiológicas, podría tratarse de un intento por eliminar el trauma o rehacerlo de una manera diferente. Esto es, la víctima intentaría así buscar normalidad en la vida sexual y comprobar que sigue intacta su capacidad de mantener relaciones como medio para recuperar el control.
Por otro lado, también cabría entender la hipersexualidad como una manera no funcional de evadir los problemas y aliviar el dolor, ya que el trauma habría reducido la tolerancia al sufrimiento. Esto podría favorecer la disociación del sexo del afecto, empleándose el primero como un instrumento.
Además, la persona afectada podría empezar a creer que no es merecedora de recibir cariño. De ahí que estas vivencias se vinculen con las conductas sexuales de riesgo y la aceptación de parejas violentas.
En definitiva, la conducta sexual compulsiva después de una agresión sexual es muy habitual a pesar de no ser tan visible como el rechazo a las relaciones sexuales. Además, tal y como hemos mencionado, cumple una función. Es importante buscar ayuda psicológica para poder abordarla a la mayor brevedad posible.
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