Pronto se llamará a votar a los inscritos en el censo electoral de la Comunidad Autonóma Vasca (CAV). Son ¿ciudadanos vascos?, ¿vascos?, o, para evitar cualquier tipo de ambigüedad, ¿residentes en la CAV?
Sea como fuere, desde lejos, da la impresión de que las elecciones se van a producir en un ambiente de cierta fatiga social e ideológica, aunque envueltas en un sutil pero creciente clima de tensión. Pero, ¿qué es lo que realmente está en juego?
La España de las autonomías está muy consolidada y lo ocurrido en Cataluña muestra lo difícil que resulta cambiar el modelo por consenso, casi imposible sin él, y a un altísimo coste. Es un tema que levanta pasiones y es evidentemente manipulable y goloso en la caza del voto. Así, los mismos que están dispuestos a negociar cuando lo necesitan para mantener el liderazgo se convierten en duros opositores desde el sufrido banquillo de las minorías.
La gente vota, por tanto, posiblemente, con cierta sensación de que, con independencia del resultado electoral, será difícil que se produzcan cambios de calado. Eso beneficia a las opciones continuistas, pero también impacienta.
La sociología del país ha cambiado radicalmente y lo sigue haciendo, y lo que antes era un censo plagado de jóvenes idealistas y dispuestos a comerse el mundo, ahora está abarrotado de séniors que acarician la jubilación o están plenamente retirados y, por tanto, prefieren el sosiego y la estabilidad que les garanticen sus pensiones, un buen sistema de salud que ahora empiezan a utilizar con frecuencia, y seguridad ciudadana. Lejos quedan los tiempos en que soñaban con revoluciones imposibles ahora que han de asistir a funerales de familiares y amigos a menudo. Y, para emociones, ya tenemos el fútbol.
Tenemos también un porcentaje significativo y creciente de ciudadanos venidos de lejos y cuyo sueño era y es forjar una vida digna para sus familias, conseguir un pasaporte español en regla, con la ciudadanía europea que conlleva; un tesoro de tal valor que difícilmente pueden interesarles aventuras que cuestionen el sistema al que empiezan a pertenecer. Lo de las lenguas minoritarias es también un lujo que no se pueden permitir pues su reto es alfabetizarse en la lengua dominante y obtener las acreditaciones y diplomas necesarios para escapar de la precariedad laboral y la marginación social. Además, si la mayoría de los nacidos y criados en la CAV nunca han aprendido ni hecho suya la lengua local, ¿qué se les puede exigir a ellos? Por si fuera poco, tenemos aún alcaldes monolingües “progresistas” que braman contra la discriminación que supone que la lengua minoritaria sea considerada mérito en cualquier oposición. Menos mal que de pequeños nos enseñaron eso de “Perdónales, pues no saben lo que hacen”.
Vivimos en una sociedad tan regulada y previsible que las manifestaciones son de hecho frecuentes, autorizadas, y compatibles con que la mayoría de la gente continúe con su rutina, viendo escaparates. Muchas de esas marchas pasan a nuestro lado sin que reparemos en la reivindicación y el eslogan y, como mucho, alteran el tráfico, hasta el punto de que los alcaldes han de pedir a los ciudadanos que moderen su ímpetu reivindicativo para que se pueda seguir circulando de manera fluida.
Todo esto me recuerda al artículo “La pulga en el elefante” de Barry Simon sobre el operador de Schrödinger, que viene a reflejar, en un análisis matemático riguroso, lo que es fácil de imaginar: la picada de una pulga incomodará levemente al elefante, bastante menos que a un humano, y difícilmente lo tumbará.
Son numerosas las fábulas que protagonizan la pulga y el elefante, y que vienen a describir las curiosas dinámicas que pueden surgir en esa relación tan asimétrica en fuerza y potencia: una pulga minúscula frente al gigantesco elefante.
Y la CAV es la pulga, un trozo de hecho de una pulga mayor dividida en tres por al menos dos mugas (pues son dos los cortes necesarios para dividir una figura plana en tres), y son varios los elefantes, cada uno de ellos más grande: el Estado español, la Unión Europea, la Alianza Atlántica y en general Occidente, que, a pesar de su historia y poderío, se contrae ante el auge de Asia y el despertar de África, entre otros agentes.
Lo que está en juego es la respuesta a dos interrogantes. ¿Serán nuevamente los nacionalistas quienes ganen en escaños o se dará la sorpresa de que sea la izquierda abertzale quien lo consiga? ¿Cuál será finalmente la configuración del gobierno?
Imanol Pradales, candidato del PNV a la Lehendakaritza. BORJA GUERRERO
La respuesta a la segunda cuestión parece ser ya conocida. El sorpasso, en caso de darse, puede resultar insignificante si, como es previsible, se mantienen los pactos actuales y los socialistas deciden mantener la fórmula de gobierno de los últimos doce años. Parece en efecto difícil que se vaya a dar un vuelco en su preferencia con la tormenta política de larga duración que se vive en Madrid a cuenta de la ley de amnistía. Y tampoco parece que los nacionalistas tengan intención de cambiar una dinámica que saben manejar y que les ha dado buenos resultados (no sin ciertos síntomas recientes de hastío social), dado que, además, lo que se anuncia como objetivo para la próxima legislatura es completar las transferencias del Estatuto de Gernika y profundizar en el estado del bienestar, habiendo postergado pretensiones pasadas de alcanzar un nuevo estatus o el reconocimiento del derecho a decidir, eufemismo del de autodeterminación.
Ahora el objetivo es el reconocimiento como “nación”, que suena a cambiar un término en la Constitución, de modo que donde dice “nacionalidad” diga “nación”, del mismo modo que hace poco se ha decidido eliminar de ella el horrible palabro “disminuido”.
Estos matices semánticos son extremadamente relevantes. Es cierto que desde el momento que excluimos el término “disminuido” de nuestro vocabulario empezamos a proyectar empatía en los aludidos, que han de sobrevivir en una sociedad que solo está preparada para la mayoría y no para las singularidades, como la que les ha tocado vivir en la ruleta de la vida. Es un cambio importante y digno de aplauso. Pero posiblemente los referidos y sus familias necesiten algo más para desarrollar una vida con menos barreras arquitectónicas y sociológicas.
Siendo el reconocimiento como “nación” un objetivo loable, parece completamente compatible con el continuismo.
Pero a entender de algunos sectores de la sociedad hay aún temas pendientes, más allá del juego de palabras. Se explican y entienden difícilmente, pero son y están. Es como ese dolor agudo cuyo origen el internista, traumatólogo y neurólogo no consiguen ni observar ni diagnosticar, pero que atormenta al paciente. Ese importante colectivo -muchas veces silencioso pero comprometido, que considera que hay una cuenta pendiente, que los nacidos en mi época saben intuir, leyendo en ojos que hablan con frecuencia en euskera y sin palabras, en silencio-, proporciona una base sólida a una izquierda abertzale en expansión, que parece haber sintonizado con las aspiraciones de las nuevas generaciones, que ya no son hijas del baby boom, sino sus nietas y nietos, que están a punto de ser madres y padres o lo son ya desde hace poco, y a quienes el continuismo conduce a un estancamiento y a un bienestar a la baja, en forma de precariedad en el empleo y vivienda inasequible, salvo que sea en el medio plazo y por herencia.
De ahí que la primera pregunta, la del sorpasso, se plantee de manera natural, aunque como decíamos, a sabiendas que resultará ser un cuchillo de madera y sin filo.
Quedan aún algunos nacionalistas románticos a los que entusiasmaría un gobierno abertzale de coalición. Hay quien lleva soñando con eso toda la vida, y nunca verán, pues tardará más que la dichosa Y de la alta velocidad. Es incluso posible que esa fórmula sea la más deseable en el corazón de los dos candidatos. Pero la desconfianza histórica mutua entre sus partidos, el miedo a que eso pueda ser percibido como un acto hostil por los poderes fácticos, los compromisos ya adquiridos, el interés de tanto cargo público que depende de la continuidad de los pactos, etc. hagan que sea imposible y que, finalmente, las únicas opciones sean el continuismo o un cambio improbable.
En esta situación, lo mejor es que cada votante ejerza su derecho proactivamente, en conciencia, sopesando los parámetros de la compleja ecuación, ignorando las rigideces del sistema, y armonizando todos los criterios, desde los más emocionales, a los más pragmáticos, pasando por los ideológicos.
Los muchos vascos sin derecho a voto, pues este está vinculado al empadronamiento, seguirán contemplando con añoranza y cierta preocupación el devenir de su querida pulga, cada vez más chica. Pues, aunque resulte paradójico, a pesar de seguir cabiendo en el mismo Planeta Tierra, el mundo ha crecido muchísimo desde que se aprobó el aún incumplido Estatuto de Gernika.
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