Artículo publicado en Deia – edición impresa y online (11/02/2024)
Ahora que vemos tractores ocupando las entradas a París, el barrio administrativo de Bruselas y las calles de nuestras capitales, cabe discutir cuál es el vehículo de cuatro ruedas más importante para promover los intereses de los agricultores y para proteger el paisaje y el medio rural. No creo que sea el tractor sobre el asfalto. Tampoco el coche del diputado foral de agricultura, de la consejera competente, del ministro del ramo o de la mismísima presidenta de la Comisión Europea. Todos esos vehículos de cuatro ruedas cargan con actores muy relevantes cada uno en su ámbito de competencias, pero ninguno de ellos resulta tan definitivo como otro vehículo más modesto y mil veces más económico.
Me refiero a una desnuda y ligera estructura metálica sin adornos ni dispositivos electrónicos de ningún tipo. Me refiero, obviamente, al carrito de la compra que usted y yo empujamos al menos una vez por semana. El carro de la compra es el artefacto más ecológico de todos los que manejamos. No consume energía. Nos obliga a caminar y a empujar. En un producto avant la lettre de eso que hoy un tanto ampulosamente llamamos la economía colaborativa o consumo colaborativo: ahora lo usa usted, media hora antes lo ha empleado otra persona y quizá acto seguido lo maneje otra tercera. Es un vehículo casi sin clases: cuando alguien compra caviar y champán francés no le dan un carrito premium con mejores prestaciones. El carrito no tiene dispositivos que nos obligan a avanzar en determinadas direcciones y cargar productos preseleccionados. No es un vehículo de conducción autónoma que se mueve siguiendo los dictados de una oscura voluntad ajena a nuestros pies que andan y nuestras manos que agarran y a nuestra decisión que libremente mete productos. Nosotros empujamos el carro: la metáfora es potente.
Ahora que los tractores ocupan el asfalto miramos a las grandes superficies como si nada tuviera el asunto que ver con nosotros. Como si no mereciera la pena interesarse por saber, por ejemplo, qué espacios de compra son más sostenibles o cuidan mejor al productor local y al territorio o respetan más el bienestar animal. Cuáles en pandemia cuidaron a sus proveedores y cuáles aprovecharon para apretarlos más.
Los medios tampoco ayudan. Se hacen eco siempre de los estudios sesgados de las mismas asociaciones de consumidores que recomiendan los productos sin considerar los elementos que pagamos por otro lado: la huella medioambiental, social, laboral, ética o cultural que hay tras cada producto.
Los mismos medios nos presentan ahora las protestas de los agricultores como si fueran todos ellos un conjunto indiferenciado y uniforme desconociendo la infinidad de dilemas que hay detrás de cada problema. Las únicas diferencias que se explicitan son las que más fácilmente tocan las emociones: los agricultores polacos contra los ucranianos o los franceses contra los españoles o estos contra los marroquíes. Rivalidades de bandera que nada nos dicen sobre las distintas necesidades de distintos modelos agropecuarios que compiten también entre sí. Los intereses de cierta industria alimentaria poco tienen que ver con la de la agricultura de montaña o familiar o local, por ejemplo.
¿Cuál es la respuesta que deberíamos adoptar con respecto a los combustibles fósiles? Sería conveniente que hoy no dijéramos lo contrario de lo que vamos a decir mañana cuando la misma cuestión nos surja presentada desde otra perspectiva y denunciemos entonces que Europa no reduce emisiones con suficiente ambición.
Otro ejemplo: Von der Leyen ha anunciado la paralización del proyecto que planteaba reducir el uso de determinados pesticidas químicos. No tengo yo conocimiento para saber si esa propuesta era buena o mala, pero convendrá que cuando el mismo problema nos venga presentado desde otro punto de vista (el de la salud, por ejemplo, o el del medioambiente) no reprocháramos a la Unión Europea que no adoptó lo que ahora le aplaudimos que paralice.
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