Artículo publicado en El Correo (19/02/2024)
La reciente explosión de los agricultores -una más de una larga cadena histórica- es un suceso emocional y espontáneo y como tal no responde a un enunciado claro de reivindicaciones como podrían constar en un documento unificado de propuestas del sector. Las organizaciones convocantes de marchas y manifestaciones son diversas y citarlas aquí correría el riesgo de excluir a alguna de ellas. Sus demandas pueden no ser coincidentes, dado que el agro español no es una realidad homogénea. Hablamos de 900.000 explotaciones de las que dos terceras partes perciben ayudas del plan agrícola europeo, dando ocupación a 770.000 personas, el 3,6% de los ocupados de toda España, cuya baja productividad es notoria, por debajo de la media europea.
Las grandes explotaciones conviven con otras más modestas, siendo estas últimas las más vulnerables y las que se sienten más amenazadas, incapaces de equilibrar de forma asumible las inversiones que
llevan realizando en un mercado que las condena a márgenes famélicos o negativos, con un incremento no reversible de los costes, en un ámbito regulatorio ambiguo en exceso y con un marco de subvenciones -la PAC europea- de nula flexibilidad y excesivas aristas. Asistimos, en consecuencia, a la reacción de unos ciudadanos arrinconados que luchan por la supervivencia y que han estallado ante un olvido reiterado, tanto de las instituciones como de la sensibilidad social, y que quieren ser escuchados. Desorientados, además, por las exigencias de una transición ecológica de costes tan difusos como inabordables.
La traslación de ese hastío a una plancha de reclamaciones inteligibles es, por tanto, solo aproximada y subjetiva. Es necesario, sin embargo, aventurar las principales medidas que el agro reivindica: la relajación de las exigencias medioambientales impuestas desde la UE, la redacción de acuerdos comerciales más justos con terceros países que contemplen la reciprocidad y, finalmente, las inversiones y ayudas para abordar los cuellos de botella derivados de la sequía, el alza de costes energéticos y laborales, y otras.
Sin embargo, se olvida, y mucho, un elemento subyacente a la dinámica agraria española que descarga de culpabilidad a quienes son inocentes. Para entenderlo, debemos recordar que el 70% de la producción agrícola española se destina a la exportación. Del 30% restante, según algunos analistas, cerca del 20% es adquirido por la industria alimentaria de transformación, por lo que solo el 10% del total tiene como destino la distribución nacional a través de las grandes -o pequeñas y medianas- cadenas alimentarias para su venta a los consumidores. Ello excluye de forma automática a las grandes comercializadoras de las acusaciones de principales causantes de los males agroalimentarios. Las grandes firmas de distribución operantes en España obtiene márgenes muy modestos de intermediación, inferiores a 3 céntimos por euro facturado. Bien harían las ministras competentes del ramo en rodearse de analistas más cualificados antes de emponzoñar la opinión pública con declaraciones demagógicas e inaceptables.
Pero la gran incongruencia surge al comprobar que con unas exportaciones agrícolas de 68.000 millones de euros en 2022, con un incremento respecto a 2021 del 24%, se produzcan simultáneamente unas importaciones agroalimentarias de 54.000 millones de euros, que registran, a su vez, un 31% de incremento respecto a 2021. ¿Hablamos acaso de productos absolutamente heterogéneos sin capacidad de aplicación o sustitución? ¿Cómo es posible que el 90% de las importaciones de los cereales, leguminosas, verduras y tubérculos tengan su origen fuera de la UE cuando estos productos ocupan un porcentaje importante del suelo agrario español?
Todo concluye, en consecuencia, en que los desajustes padecidos por nuestros agricultores se remiten a razones multifactoriales. Hay momentos en que no se puede parchear más la rueda y toca cambiarla. El campo no solo está infravalorado. La falta de agua, la ausencia de rentabilidad, la baja innovación y tecnología, la competencia desigual y tolerada de otros países, la pobre formación o la paradoja migratoria que nos revela que, aunque la población española ha crecido un 36% desde 1975 hasta los 48 millones actuales, el país se desertiza y faltan vocaciones agrícolas. Todas ellas son características abrumadoras que envuelven y definen el descontento de los empresarios del campo.
La grave situación del agro español necesita, en consecuencia, un plan de reconversión y ayuda integral al triple nivel autonómico, nacional y europeo.
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