Artículo publicado en Deia (18/02/2024)
La semana pasada el presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, y la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, estuvieron en Nuakchot, la capital de Mauritania, suscribiendo con ese país acuerdos de varios cientos de millones de euros. Semejante despliegue diplomático y de recursos solo se entiende por el papel central que las costas mauritanas han adquirido en la salida de migrantes desde diversos países africanos a Europa por vía canaria. Al parecer desde las playas mauritanas salieron este último mes de enero el 83% de los migrantes llegados a Canarias. Las características geográficas y demográficas de sus 700 kilómetros de costa no parecen facilitar la tarea. Las diplomacias española y comunitaria estiman que si no se dedican más fondos a este país la presión migratoria empeorará. La inversión parece que se centra en materias tales como infraestructuras, seguridad, lucha contra el terrorismo y, sobre todo, el control de los flujos migratorios. Estamos hablando de un régimen que tiene la ley islámica y la sharía como vértice de su sistema legal y político. Un país que mantiene artículos en el código penal que no solo criminalizan la homosexualidad, sino que la castigan hasta con pena de muerte por dilapidación pública para los hombres y con pena de cárcel para las mujeres. La pena de muerte existe también para casos de blasfemia o apostasía. El gobierno mauritano asegura, por toda respuesta, que estas normas son aplicadas de manera muy moderada y humanitaria, que la pena de muerte no se aplica en el país desde hace años y que rige una moratoria sobre su uso siguiendo las recomendaciones internacionales.
Es un país en que la policía puede irrumpir en una fiesta de cumpleaños y detener a diez personas porque a su juicio sus maneras de comportarse «imitan a las mujeres». Tras pasar por dependencias policiales, sin representación legal, ocho hombres «confiesan que son homosexuales» y son condenados a dos años de prisión por «indecencia» e «incitación al libertinaje».
El año pasado las autoridades prohibieron la película Barbie por considerarla un vehículo de corrupción moral y una violación de los valores islámicos: «Hemos procedido a bloquear la difusión de la propaganda mediática de la película, que ataca los principios y valores de nuestra sociedad», dicen las autoridades.
Numerosas normas discriminan a la mujer en su acceso a la propiedad, al trabajo o a la educación. Decenas de miles de niñas son casadas antes de cumplir los 15 años.
La práctica de la esclavitud persiste en el país. Mauritania fue el último país del mundo en abolir la esclavitud, en 1981, pero no fue hasta hace bien poco que formalmente se castiga, como respuesta a la presión internacional. La esclavitud se explica por profundas razones asociadas a diversas relaciones étnicas, donde el mauritano árabe precede al mauritano negro, relaciones en las que siguen dándose situaciones de esclavitud que afectan, según los datos más fiables, a miles de personas.
No sé yo qué tendrían que hacer las diplomacias española o europea. Afortunadamente no me toca a mí la responsabilidad de gestionar semejantes relaciones. Pero sí sé que a cada uno de nosotros nos tocaría la tarea de valorar el sistema de libertades y derechos que disfrutamos, que nos tocaría valorar más nuestra democracia y cuidar mejor las instituciones que la encarnan, que nos tocaría proteger en el día a día más activamente los principios y prácticas de la democracia que entre todos construimos y que no deberíamos darla nunca por hecha y por segura, como si no necesitara de nuestro cuidado. Recientemente he leído una estadística sobre cuya veracidad nada sé pero que me sirve ahora para terminar según las cual la insatisfacción de los ciudadanos europeos con nuestras servicios e instituciones es superior a la que se da en muchas dictaduras. Hay quien verá en esto un valor. No estoy seguro. Donde la democracia tiene su grandeza tiene también su debilidad.
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