Artículo publicado en Deia (10/03/2024)
Si nos preguntan qué es democracia seguramente contestaremos que la forma de organización política que articula el gobierno por parte de los ciudadanos. Luego quizá le añadamos otros elementos, tales como el imperio de la ley o el Estado de derecho, el respeto a las minorías y los derechos humanos universales, la igualdad, las elecciones libres, la transparencia en la gestión de lo público, las libertades públicas, la prensa libre, la libertad de expresión, la libertad de pensamiento y de credo religioso y otros elementos igualmente imprescindibles.
Hay otros modelos que en la escena internacional compiten hoy con el modelo de democracia al modo occidental o, si lo prefieren, con la democracia liberal. Así Rusia y China lideran una propuesta global por legitimar modelos de democracia que no requieren de elecciones abiertas, libertades ciudadanas o algunos otros de los elementos que hemos citado. Otros países, desde Irán a Mauritania, nos ofrecen modelos de democracia con ley religiosa que se impone sobre el principio de igualdad, por ejemplo, con discriminación legal de la mujer o con persecución de personas por su orientación sexual diferente. A uno le llama la atención que muchas personas que tienen la gigantesca suerte de disfrutar de libertades y servicios públicos de calidad se sientan seducidos por esos otros sistemas, pero ese misterio no es el objeto de esta columna.
Si la democracia es, entre otras cosas, el gobierno de todos y cada uno de nosotros, no lo es solo porque con nuestro voto decidimos quién gobierna nuestros espacios de poder público (desde el Ayuntamiento a la Unión Europea). Lo es también porque en las democracias liberales las instituciones, los usos, la transparencia, el respeto, la igualdad y otros principios se construyen y se fortalecen o mantienen con el quehacer diario de todos nosotros. No hay democracia de calidad si los ciudadanos nos percibirnos como víctimas solo capaces de indignarnos y demandar. En la democracia de alta calidad los ciudadanos se saben con orgullo corresponsables de lo público y de la calidad de su democracia. La democracia requiere de ciudadanos que cuidan el espacio público, que valoran la verdad y la igualdad, que respetan las instituciones y que saben que, como decía literalmente la Declaración Universal de los Derechos Humanos, dado que nacemos libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como estamos de razón y conciencia, debemos comportarnos fraternalmente los unos con los otros y que, consecuentemente, tenemos deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella podemos desarrollarnos libre y plenamente. El sistema de democracia pasivo, donde los ciudadanos solo tenemos derechos y reclamaciones y quejas, pero no responsabilidades, es un sistema infantilizado que abre las puertas a los populismos de izquierdas y de derechas, y por esa vía a los déspotas y las democracias iliberales.
Parte de la tarea de vivir en democracia es también mantener un marco deliberativo en que las palabras conserven su significado. Por eso conviene de vez en cuando elevar la mirada, sacarla de los informativos que diariamente deben titular cada vez con mayor escándalo para lograr la atención del oyente o de los políticos que nos hablan con epítetos más cargados que las cosas que describen.
Venía todo esto al caso porque quería compartir con ustedes los datos del nuevo informe 2024 del Instituto V-Dem de la Universidad de Gotemburgo, que mide la democracia en los distintos países del mundo con el mayor conjunto de datos (más de 31 millones de datos) y con la participación de casi 4.200 académicos y expertos que miden 600 atributos de la democracia. Conocer los entresijos de este informe y sus resultados puede ser un buen ejercicio para acudir a las próximas elecciones vascas -y después las europeas- más cargado de razones y menos pertrechado de calenturas y fantasías. Pero se me ha acabado el espacio de la columna. Lo dejo para otra ocasión.
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