Artículo publicado en The Conversation (24/03/2024)
En los últimos tiempos nos abruma la proliferación de relatos distópicos que inundan las pantallas y las librerías de las ciudades. Aunque la narrativa distópica se hace relevante en el siglo XX (con George Orwell, Aldous Huxley, Ray Bradbury y José Saramago), ha sido entrado el siglo XXI cuando este “género” se ha instalado definitivamente entre nosotros.
Todos reconocemos series y películas de ficción recientes que reproducen un futuro deshumanizado y carente de esperanza: Black Mirror (2011), Los juegos del hambre (2014), Los 100 (2014), Humans (2015), El cuento de la criada (2017), Years & Years (2019), El juego del calamar (2021), Extrapolations (2023), etc.
El contrapunto utópico
Pero las expresiones distópicas se pueden entender mejor como fruto de una cierta deconstrucción de su opuesta, la utopía. Históricamente, el pensamiento utópico se ha relacionado con la imaginación de un escenario ideal en el que se dibujan aquellos deseos a los que aspiran los seres humanos, individual y colectivamente, para ser más felices o sentirse mejor.
Este concepto se puede rastrear desde las narrativas de las primeras civilizaciones en Mesopotamia o Grecia –representadas por la democracia en la República de Platón, por ejemplo–, atravesando los relatos de los libros sagrados, hasta Tomas Moro. El pensador inglés recrea en su libro la isla de Utopía, en la que sus habitantes comparten los bienes y conviven de forma pacífica, fraterna y armoniosa.
Posteriormente, la profundización en el concepto de utopía la asume el pensamiento socialista de finales del XIX, con autores como Charles Fourier, Étienne Cabet y Robert Owen.
El historiador de la filosofía Antonio Chazarra Montiel ha analizado la importante aportación que la obra de Cabet El viaje a Icaria supone para la literatura utópica, con su enumeración de propuestas encaminadas a crear comunidades de bienes, vinculadas a la justicia y a la equidad, no solo de carácter político, económico o social, sino también con implicaciones en el ámbito de la educación.
En el siglo XX, el debate entre pragmáticos y utópicos se visibiliza muy especialmente en la obra Apocalípticos e integrados de Umberto Eco, que ahonda en la influencia que los medios de comunicación tienen sobre la cultura de masas. Si aplicamos a la tecnología la esencia de la discusión que formula Eco, estamos probablemente abriendo la brecha que existe entre sus bondades y peligros. El enfrentamiento dialéctico entre tecnofílicos y tecnofóbicos, entre ciberutopía y apocalipsis tecnológico, se cuela en muchos de los debates sociales que surgieron hace décadas y sostenemos en la actualidad.
Aunque el politólogo estadounidense Francis Fukuyama pronosticó el final de la historia con la derrota del socialismo y la victoria del capitalismo, el debate sigue en carne viva. Y la diatriba entre distopías y utopías es una de sus ramificaciones más intensas. Las utopías están encaminadas a enarbolar un modelo de sociedad en el que la equidad y la búsqueda del bien común imperan para todos sus individuos.
Mientras, las distopías reflejan un futuro en el que han triunfado el egoísmo, el interés particular y la dominación de unos sobre otros. Son la estación final de un capitalismo cuyo propósito desemboca en sociedades en las que el individualismo extremo se ha apoderado del paisaje a través de la violencia, la tecnología y el poder.
En cierto sentido, las narrativas distópicas se pueden convertir en un arma muy útil del capitalismo salvaje.
Cuando se desactiva la esperanza
Para desarrollar esa conclusión, habría que preguntarse si la generalización de los relatos distópicos en nuestra cultura posmoderna y mercantil diluye las luchas y desactiva la esperanza. Como señala el sociólogo alemán Heinz Bude en su libro La sociedad del miedo, el poder que han adquirido las emociones genera un clima de inestabilidad que nos pone en guardia ante una posible crisis, haciéndonos sentir consternados y provocando que perdamos la idea de utopía.
Las distopías nos hacen imaginar un futuro, permiten canalizar el miedo y nos ponen en guardia. Pero a la vez pueden atrofiar, o más bien, intimidar nuestro deseo de buscar otras alternativas, modelos diferentes y más humanos. La contaminación distópica promueve las teorías conspirativas y resulta demoledora para el pensamiento crítico. Las distopías esparcen la sensación de miedo y de que no hay un futuro mejor. En su último libro, Doppelganger, Naomi Klein se refiere a la pandemia del covid-19 como el “multiplicador de amenazas”.
En 2020, la escritora Layla Martínez publicó el ensayo Utopía no es una isla. En esta obra se repasan algunos de los episodios históricos más relevantes que dan soporte ideológico a la idea de “utopía”. Uno de los conceptos abordados para darle forma es el de “futuro”. Éste ha sufrido un cierto desgaste en los últimos tiempos, como consecuencia de un progreso que ya no controlamos, o que por lo menos se presenta de forma incierta y no tan optimista. El realismo capitalista nos sitúa en el presente y produce la cancelación del futuro. Para Martínez, la cultura distópica acrecienta ese desasosiego y es conservadora: contribuye a la parálisis colectiva y proclama que no hay alternativa.
Sin embargo, la autora recuerda que en el pasado hubo también futuros oscuros que consiguieron superarse. Por ejemplo, tras la resistencia en la reserva Standing Rock, los pueblos originarios en EE. UU. impidieron la construcción de varios oleoductos y terminales de extracción de carbón y petróleo. Martínez apostilla que la esperanza sobre el futuro es, en sí misma, revolucionaria: debemos ser “ferozmente optimistas y a la vez radicalmente pragmáticos”.
Decía Eduardo Galeano en una de sus frases más célebres: “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”.
Seguramente, si abandonamos la senda de la utopía y nos dejamos llevar por el espíritu depresivo de las distopías que asoman constantemente a nuestras pantallas habremos perdido la pulsión para seguir manteniendo la esperanza. El futuro solo es mejor si nos creemos que puede serlo. La utopía no sólo dibuja el horizonte, sino que nos permite iluminar el camino por el que vamos transitando día a día.
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