Artículo publicado en Deia (13/05/2024)
HACE tan solo un mes nos tocó en clase estudiar el tema de la admisión de nuevos estados en la ONU. Era inevitable proponer el caso palestino y estudiar la tensión entre la mayoritaria voluntad de la Asamblea General de aceptarlo y la negativa del Consejo de Seguridad y, dentro de este órgano, la posición de Estados Unidos. Estudiamos técnicamente los textos del proceso de 2011 y 2012 que terminó sin el visto bueno del Consejo de Seguridad a la plena incorporación y con la invitación de la Asamblea General a acoger a Palestina como estado observador, lo que mejoró su estatus diplomático. En paralelo se aprobó la entrada de Palestina como miembro de la UNESCO.
Hace menos de un mes el Consejo de Seguridad bloqueó, con el veto de los Estados Unidos, una nueva propuesta para recomendar la entrada plena de Palestina. Y este mismo viernes pasado la Asamblea General, como respuesta, ha aprobado una Resolución con dos ideas. Por un lado, se insta de nuevo al Consejo de Seguridad para que reconsidere su decisión, de modo que eleva la presión sobre este órgano –y en particular sobre los Estados Unidos–. Por otro lado, la Asamblea llega tan lejos como sus propios poderes le permiten aprobando la ampliación de este estatus de estado no miembro o estado observador que le concedió en 2012. Palestina gozará de muchos de los derechos de participación de un estado en los órganos de la ONU (estar sentado entre los estados y no detrás, con los observadores; presentar y defender propuestas; participar en grupo de países o representarlos en los debates; participación plena en las conferencias internacionales auspiciadas por la ONU, por ejemplo). Pero se excluyen expresamente dos derechos que son, evidentemente, claves: derecho a voto y derecho a presentarse a los órganos de gobierno de la ONU. Se eleva, en consecuencia, el estatus de Palestina en la comunidad internacional y le da nuevas y potentes herramientas de juego político y diplomático, pero sin los derechos plenos de un estado miembro.
La Resolución es un innegable éxito diplomático para Palestina que gana espacio político. También una llamada, enésima, de atención a Israel que está perdiendo posiciones en el tablero internacional. La Resolución de 2012 que invitaba a Palestina como estado observador fue adoptada por una mayoría de 138 miembros a favor, mientras que la de esta semana pasada, siendo más ambiciosa, ha contado con algunos apoyos adicionales: 143 votos favorables.
Esta semana pasada, también en clase, estudiábamos el papel del softpower en las relaciones internacionales, es decir, la capacidad de una entidad política para presentar un un relato o una imagen que resulte atractiva, que seduzca, que invite, que despierte simpatía y anime a apoyarla. El poder de Israel para asolar en Gaza y cometer crímenes internacionales ha quedado claro. Pero, tras estos crímenes y este dolor infinito infringido despreciando los mínimos estándares humanitarios, su poder para presentar a la comunidad internacional un relato que despierte solidaridades, comprensiones o apoyos se ha ido resquebrajando y ha perdido muchos enteros. La posición de Israel en la comunidad internacional y en el imaginario de quienes la forman no podrá ya ser la misma. Los espacios para sus instituciones y sus ciudadanos se reducen según pasan las semanas. Es un coste de los actuales mandatarios israelíes, cegados por la dinámica de la violencia y atados de manos por la obsesión de su propia supervivencia en el poder, dicen estar dispuestos a arrostrar, pero implicará pagos muy altos a medio y largo plazo para una ciudadanía que no parece capaz de proponer algo diferente y más esperanzador.
La solución de dos estados internamente plurales y democráticos, y que se respeten mutuamente en un contexto regional que asegure la plena seguridad de ambos parece, según avanza el tiempo, cada vez más difícil. Pero cualquier otra solución parece aún peor.
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