Artículo publicado en Expansión (22/05/2024)
Érase una vez un emperador al que le encantaban los trajes. Era tan presumido que gastaba todo su dinero en lucir siempre prendas nuevas. Tenía diferentes modelos para cada ocasión y hora del día». Así comienza El traje nuevo del emperador, de Hans Christian Andersen. De niña leí este cuento muchas veces y no entendía que nadie se atreviera a decirle nada al emperador, que viviera en una especie de fábula de la mentira continua con la complicidad de quienes faltan a la verdad y, a la vez, se encuentran atrapados en una espiral infinita de inercia, costumbre y hábito. Y probablemente, de confort.
En el año 2020, en una sesión de formación a personas directivas pregunté: «¿Cómo se han portado sus empresas durante el confinamiento? ¿Qué han hecho?». Fueron muchas las respuestas y algunas realmente positivas: desde envío de material de oficina a sesiones de yoga por Zoom. Incluso, alguien levantó la mano y dijo: «Me enviaron una silla ergonómica». Y, como si de un relato se tratara, siguió enumerando las sesiones, los cursos, los mails recibidos. Todo sin dolor, con la objetividad de la reflexión. Concluyó: «Pero nadie me llamó para preguntarme cómo estaba».
¿Por qué nos cuesta tanto escuchar? Pienso en el relevante papel de la escucha, sin el apellido activa porque siempre debería serlo. En 1957 Carls Rogers y Richard Farson publicaron Active listening, presentando ese escuchar como algo que requiere que nos pongamos en la piel del que habla, que percibamos, desde su punto de vista, lo que nos está comunicando y hagamos llegar a nuestro interlocutor que estamos, en efecto, viendo las cosas desde su punto de vista, con un esfuerzo consciente.
¡Cuánto nos queda por aprender en este tiempo de inteligencia artificial, de scroll infinito, de deslizar la pantalla sin pausa! Pero, al contrario que en la Historia Interminable de Michael Ende, donde Bastian descubre un libro mágico que lo transporta a Fantasía, en esta aventura de desplazarse de manera infinita por la pantalla, los vídeos, las imágenes y las historias van perdiendo el sentido sin sentirlo, sin que nos demos cuenta, a golpe de dopamina y muy lejos de encontrar el mundo fantástico. Terrible la denominación que el creador de ese scroll hizo en 2006. Aza Raskin dijo, quizás sin orgullo, que era «cocaína conductual».
Vemos de manera adictiva y escuchamos de manera pasiva, aunque sea ampliando la velocidad de los audios o los vídeos en los móviles y casi en la vida. Quizás para ahorrar tiempo. Los neurólogos alertan de los riesgos que puede tener, pero como no escuchamos, la alerta se ensordece. Diego Redolar, profesor de Neurociencia y vicedecano de Investigación de la Facultad de Psicología en la Universitat Oberta de Catalunya, asegura que cuando escuchamos un mensaje más veloz, acortamos el tiempo de escucha, pero perdemos muchos de los aspectos vinculados al propio mensaje. En esta línea, destaca la prosodia, que es la forma emocional en la que interpretamos dicho mensaje: las pausas, las inflexiones de la voz, el tono… Cada vídeo o audio tiene una complejidad concreta que los hace únicos. «Por no hablar de una obra cultural, como una película, que está pensada con sus silencios», subraya, «lo procesa la amígdala cerebral y es muy difícil de percibir si aceleramos».
Jefes disfrazados de líderes
Guy de Kawasaki en El arte de cautivar afirma que las palabras son expresiones faciales de nuestra mente: comunican nuestra actitud, personalidad y punto de vista. Pero parece que nos empeñamos en no entender, ni siquiera atender. Y menos, escuchar. Por eso retomo el traje del emperador porque las empresas y las personas que las formamos a menudo replicamos el cuento y el emperador continúa desnudo con su traje, con la certeza de su invisibilidad, convencido de su buen juicio y criterio, pasando el tiempo viviendo en esa irrealidad, vencido por el ego o la costumbre.
Hay líderes que escuchan, que atienden, que perciben, que sientes que están sin palabras. Y hay jefes disfrazados de líderes que dicen muy a menudo escuchar y prestar atención, que proclaman su liderazgo, quizás sin darse cuenta de que su atención es sesgada, repleta de celos y envidias, de inseguridades, de miradas de desconfianza que llevan a una profunda mediocridad; inconscientes de que no serán líderes porque no arreglan lo básico, porque no empiezan por el principio, por querer mejorarse primero. Y es que en ese arte de escuchar, hay mucho de intención y más de comprensión, porque para saber escuchar hace falta saber comprender y, sobre todo, querer comprender. También ver las señales; observar que sólo con mirar se aprende, que atender es ver más allá de las palabras, que escuchar profundo es ayudar y cuidar. Que a veces un «¿cómo estás?» auténtico es mucho más que una pregunta; es mucho más que cortesía.
No recordaba cómo terminaba El traje nuevo del emperador y he ido en búsqueda de un final feliz. Y esto me encuentro:
– ¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero. Aquello inquietó al emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; más pensó: hay que aguantar hasta el fin. Y siguió más altivo que antes; y las ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.
Afirmaba Ralph G. Nichols, gran investigador de comunicación, que «la más básica de todas las necesidades humanas es la necesidad de comprender y ser comprendido». Quizás a la siguiente historia podamos poner un final más feliz. Pregunten con interés verdadero y observen lo que ocurre. No es magia. Es comunicación.
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