Artículo publicado en El Economista (23/05/2024)
Son muchos los retos que la Universidad (europea, me atrevo a decir) debe asumir para generar conocimiento y formar personas que contribuyan a construir una sociedad más inclusiva, avanzada, próspera y sostenible.
Hay uno, sin embargo, al que parece prestarse menos atención que a los demás. Y, este es el de su forma de gestionarse y organizarse. Me aventuro a defender que, sin resolver éste, será más difícil que los demás puedan abordarse de manera exitosa.
La declaración de La Sorbona, en 1998, supuso una piedra de toque para que, al año siguiente, Europa abordará la construcción del Espacio Europeo de la Enseñanza Superior (EEES), con la declaración de Bolonia. Se decidía así abordar la convergencia europea de la estructura de estudios superiores, de manera que se permitiera la comparabilidad de los mismos, facilitándose así la movilidad y cooperación entre las diferentes Universidades europeas. Recuerdo con cariño la ilusión y el enorme esfuerzo realizado por los Rectores y Equipos de Gobierno de las tres Universidades que componen el Sistema Universitario vasco en la puesta en marcha de los primeros programas que respondían a esta nueva realidad.
Quizás porque en el área de Universidades e Investigación del Departamento éramos «cuatro y el tambor» y nos tocaba a todas remangarnos (y no solo diseñar la Política Universitaria, sino confeccionar de nuestro puño y letra la mayoría de los documentos en los que se tramitaba y, posteriormente, se vehiculaba la misma), lo que no me imaginaba es que el, coloquialmente, denominado Proceso de Bolonia, iba a suponer incrementar la burocracia del sistema de tal manera.
Para los legos en la materia, aunque he leído otras versiones sobre quién acuña el término, Weber (finales del siglo XIX-principios del siglo XX) defiende la burocracia como el sistema más racional y eficiente de todos los propuestos hasta aquel momento. Para él, este es un sistema agnóstico de las personas que ocupan los diferentes puestos de trabajo porque son los procedimientos, los procesos y los documentos los que garantizan el funcionamiento de la organización. Se aleja así la discrecionalidad de la toma de decisiones y, por ejemplo, la carrera profesional se liga al cumplimiento de una serie de requisitos que son previamente conocidos y valorados de manera objetiva. Quiero ser humilde en mis comentarios porque enfrentarse a las contribuciones de una persona tan sabia y versátil en su tiempo me da mucho vértigo.
Aunque sea mucho simplificar, Taylor, Fayol y Weber son quienes realmente «pilotan» (tomo la idea de Hamel, que ha dedicado su vida a luchar contra la burocracia) la mayoría de las organizaciones que funcionan a nuestro alrededor, con notables excepciones. Bajo su prisma, las organizaciones son máquinas cuyas instrucciones son los procedimientos y los procesos que han de ser realizados por cada especialista («las ventanillas famosas de las administraciones públicas o de los bancos, p.e.»).
Simplificando, los centros educativos (y los hospitales, por ejemplo) seríamos Burocracias profesionales, y, la mayoría de las empresas, serían Burocracias mecánicas. Mintzberg (profesor experto en la materia y, todavía, en ejercicio) distingue, sin embargo, otras 4 (o 5, según cómo lo miremos) configuraciones organizativas entre las organizaciones existentes. Y, las que denomina innovadoras debieran ser nuestro ejemplo.
Aunque sea resumirlo en exceso, las Burocracias profesionales estandarizan las competencias/habilidades y las Burocracias mecánicas estandarizan los procesos operativos y los productos/servicios. Las Innovadoras, por su parte, se caracterizarían por un mutuo ajuste del trabajo de quienes las conforman, y, por un ajuste de su quehacer a la evolución de su entorno.
Como comento con algunas de mis colegas, un primer problema que acrecienta la burocracia en las organizaciones formadas por profesionales es que en las mismas se ha introducido también la burocracia maquinal. De mis 40 años laborales, he dedicado 15 a trabajar en instituciones públicas, por lo que no reniego de las evidencias, ni de los procedimientos, pero en el siglo XXI, debemos hacer un esfuerzo por aligerarlos y conservar solo aquellos que realmente aportan valor.
Hoy no vivimos la época en la que vivieron Taylor, Fayol o Weber. Por un lado, tenemos personas mejor formadas y, si trabajan en organizaciones con propósito, debiéramos confiar más en ellas y en su buen hacer. Ya sabemos que las personas no son solo fuerza motriz, como al principio de la industrialización, sino cabeza y corazón. La organización considerada como máquina tenía algún sentido cuando las personas solo aportaban su fuerza, cuando el talento y «el engagement» son la clave, la organización ya no puede funcionar como una máquina.
Por otro, vivimos en un entorno caracterizado por la incertidumbre, la fragilidad y el cambio rápido (entorno BANI, en el argot de la gestión), que exige respuestas ágiles y, probablemente, más parecidas al estadio emprendedor de las organizaciones que a un estado jerárquico-burocrático, más útil en entornos estables y predecibles. Emery y Trist, entre otros, ya establecían esta distinción en los años sesenta y defendían la bondad de organizaciones más orgánicas, más flexibles, más rápidas en las respuestas que demanda un entorno turbulento (¡han pasado 60 años!).
Y, en tercer lugar, hemos aprendido mucho más sobre la gestión y estructuración de organizaciones innovadoras: Adhocracia, Holocracia y Humanocracia son algunas de las contribuciones de quienes abogan por una gestión más flexible y basada en las personas, en sus competencias y habilidades, en su iniciativa personal y en su compromiso por construir un mundo mejor, a través de la organización a la que dedican gran parte de su vida y algunos de sus mejores esfuerzos.
Tengo una «anécdota personal» para que entiendan mi preocupación; en una de las reevaluaciones de uno de nuestros másteres, el equipo evaluador, formado por profesionales excelentes, dicho sea de paso, nos decía algo parecido a esto: vamos a preguntarles sobre cuestiones que seguramente estén recogidas en el informe que nos han enviado, pero tenemos que (re)evaluar cinco másteres esta semana y los informes son tan exhaustivos… que no nos ha dado tiempo a asimilar toda la información que las distintas Escuelas nos han remitido. Por otro lado, he leído estudios en los que las familias y futuro alumnado se quejan de la dificultad de realizar los trámites de matrícula…
Es esta una cuestión que no afecta solo a las organizaciones profesionales (centros educativos y de salud), porque la mayoría de las empresas son burocracias tan acentuadas como las públicas, pero es que nosotros explicamos en clase cómo gestionar las organizaciones de manera más eficiente, emprendedora e innovadora, pero luego no somos capaces de evolucionar hacia esas fórmulas más modernas y adecuadas a nuestro tiempo.
No es este un reto al que las Universidades puedan enfrentarse de manera unilateral. Gran parte de nuestra burocracia tiene que ver con los requerimientos legales derivados del proceso de consolidación del EEES (yo entono mi mea culpa en lo que me toca, por no haber podido prever esta deriva). La inercia no suele arreglar casi nada. Hace falta tomar decisiones para que el cambio se produzca.
Por eso abogo por una nueva declaración europea para impulsar un EEES más moderno, más ágil, más rápido y eficiente en responder a los desafíos de la sociedad en la que nos toca vivir y a la que debemos servir. Aunque Asís no cuenta con Universidad, la frugalidad predicada por San Francisco y Santa Clara (olvidémonos por un momento de los sucesos puntuales de los últimos días) y, el hecho de que la ciudad se haya tenido que reconstruir por el efecto desgraciado de los terremotos, sería una buena manera de visualizar el futuro que Europa quiere para los centros superiores del saber. Aunque si seguimos la lógica universitaria, probablemente le tocará a Salamanca (tras el Brexit, Oxford y Cambridge parece que no serían las candidatas adecuadas) acoger esta declaración.
Nuestro papel es generar y transferir conocimiento, no solo a corto plazo, aunque nos cueste visualizar el medio y largo plazo. Y, como señala el Padre Adolfo Nicolás (Superior de la Compañía de Jesús, la organización que, por otra parte, cuenta con la mayor red de centros educativos del mundo), no se trata de formar a las mejores personas del mundo, sino en formar a las mejores personas para el mundo.
Creo, además, que gran parte del trabajo dedicado a hacer informes debemos dedicarlo a acompañar a quienes se forman en nuestras aulas, que, en este tiempo de zozobra, demandan más cuidado, orientación y cariño que en tiempos anteriores. Creo, también, que, entre todos los stakeholders somos capaces de construir un sistema de indicadores eficiente, más frugal en cuanto a papeleo, y más «práctico» para evaluar el quehacer universitario y los recursos (públicos y privados) que gestiona la Universidad.
La justicia, la inclusividad, la sostenibilidad y la generación de riqueza que pueda ser redistribuida de forma justa demanda personas bien formadas que puedan valerse del conocimiento más avanzado para construir un mejor futuro para la humanidad. No diré que la Universidad es la única institución protagonista de este cometido, pero sí digo, sin ambages, que sin la Universidad esto es imposible.
Históricamente, la Universidad ha liderado el progreso del mundo, Y, en estos tiempos, esto tiene bastante que ver con reducir el papeleo al mínimo necesario, y dotarnos de agilidad y flexibilidad acordes con un entorno que nos demanda soluciones innovadoras. Y, por supuesto, el tiempo liberado debe dedicarse a cometidos de valor. El reto es complejo, demanda cambios de mentalidad y de legalidad. Cuanto más tardemos en acometerlo, más lento será el progreso de la Humanidad.
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