Líderes y genios. El italiano dejaba mil tareas por hacer en su necesidad de descubrir y aprender.
Artículo publicado en Expansión (03/07/2024)
“Perché la minestra si fredda” (“Porque la sopa se enfría”). Estas son las últimas palabras de Leonardo Da Vinci en la que quizás fue la última página que escribió en uno de sus numerosísimos cuadernos en los que volcaba mucho más que dibujos y palabras.
Leonardo Da Vinci sigue emocionando, inspirando, cautivando a todo aquel que se asoma, aunque sea de manera tímida, a su obra. Con mezcla de fascinación y de curiosidad, y con una enorme sensación de pequeñez según uno se aproxima a su figura, la de genio y la de humano que también erró, Leonardo Da Vinci deja casi sin respiración. Visionario, innovador, observador, incansable y apasionadamente curioso, combinó arte y ciencia de una manera única y extraordinaria e hizo real y palpable que la magia está en los detalles. Como el historiador de arte británico Ernst Gombrich ha definido, Leonardo Da Vinci tenía un “apetito voraz de detalles”.
Combinar disciplinas choca radicalmente con pensamientos y tendencias actuales que tienden a la hiperespecialización, a ese conocer una disciplina de manera profunda, casi cerrando los ojos y el corazón a todo lo demás por alejarse, creyendo –o intentando convencerse– firmemente en eso de que el que mucho abarca poco aprieta.
Leonardo Da Vinci se lo cuestionó todo más allá de las preguntas, con esa mirada inquieta y resuelta a abarcar todas las disciplinas habidas y por haber, conocidas e incluso intuidas. Cuestionarse implica avanzar sin guía en ocasiones, sin faro y casi sin luz, a sabiendas de que en ese avanzar los pasos en falso pueden ser parte del proceso de aprendizaje, del lujo del legado dejado a pesar de las críticas, a pesar de los enojos de ajenos. Y es que Leonardo Da Vinci procrastinaba, una palabra tan de hoy, y tan de siempre. Dejó páginas sin concluir, ideas sin abordar, tratados sin editar, proyectos sin acabar… hasta tal punto que hacía angustiar a quien se los encargaba. Por ejemplo, actualizó treinta años después su San Jerónimo cuando sus experimentos de anatomía le dieron más conocimiento. Leonardo Da Vinci era humano, además encantador, colaborador, que compartía ideas, proyectos y bocetos.
Hablaba de todo y con todos, quería saber, conocer, ver otras perspectivas, entender lo diferente, observar hasta la obsesión y todo con una extraordinaria fantasía y mente abierta capaz de comprender más allá de lo entendible. Le encantaba la idea de un mundo en constante evolución, donde el cierre sería el final de una historia que en realidad está inacabada. Como dice Walter Isaacson en su exquisita biografía, sobre el genio: “Leonardo Da Vinci consideraba que su arte, su ingeniería y sus tratados formaban parte de un proceso dinámico, siempre susceptible de desarrollarse mediante la aplicación de otras ideas”.
Criticado en ocasiones por no centrarse, por no acabar sus trabajos, por procrastinar y despistarse, Leonardo Da Vinci sufrió por no ser comprendido. Y, sin embargo, quizás es importante hacer una pausa, una reflexión y reclamar un ápice de empatía por quienes lo criticaban.
Porque pensaba, sentía, investigaba, trabajaba, pintaba e incluso escribía de manera diferente. Y es que escribía al revés. Era zurdo, pero su escritura iba más allá de no ser diestro. Su escritura era especular, en espejo, trazando el lápiz en dirección opuesta al papel. Son muchas las especulaciones de por qué lo hacía así. Quizás era una pirueta más de una mente creativa que se retaba hasta en sus propios pensamientos. Y toda esta diferencia, no suele ser fácil de entender, de digerir, de gestionar.
Pero tras este acto de empatía hacia sus coetáneos, Leonardo Da Vinci, que no escribía listas de cosas que hacer sino listas de cosas que aprender, era un profundo admirador de lo que tenemos a nuestro alrededor en este mundo que reclama atención a lo esencial, elogiaba y admiraba de manera profunda, de forma genuina, la naturaleza.
Se conservan en la biblioteca del Castillo de Windsor cuadernos donde exalta las “obras maravillosas de la naturaleza” (“opere mirabili della natura”) y escribe: “Nunca se encontrará invento más bello, más sencillo o más económico que los de la naturaleza, pues en sus inventos nada falta y nada es superfluo”.
Leonardo Da Vinci erraba, procrastinaba, se equivocaba, probaba, arriesgaba y precisamente cada uno de esos verbos, cada una de esas acciones lo hace a los ojos de hoy más humano que divino, más inspiración que la de meramente un genio inalcanzable. Nos recuerda el poder de la observación, la importancia de
mantener curiosidad hacia todo lo que está a nuestro alrededor, la humildad de aprender de los demás, el amor a la naturaleza, el gusto por el detalle y la excelencia de la pasión.
Y todo ello en el lienzo de la vida, en el que la constancia, el coraje y el esfuerzo se tornan herramientas esenciales para, quizás con sonrisa de Mona Lisa –enigmática, sabedora de quien esconde verdades que nadie entenderá– uno pueda después del camino reposar, tomar la cuchara, y volver a la sopa.
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