La medida será casi inocua en Euskadi, donde los convenios no llegan a las 37,5 horas semanales, ya que su productividad está en la línea media-alta de los países europeos.
Artículo publicado en El Correo (08/07/2024)
¿Por qué la mayoría de las grandes compañías españolas, bastantes de las medias y algunas pequeñas tienen convenidos pactos sindicales que resultan en salarios por encima del mínimo interprofesional y jornadas laborales más cortas que las de obligado cumplimiento? Por una razón tajante: se trata de empresas de alta productividad y competitividad que pueden permitírselo sin mermar el circulante que les consentirá atender a la marcha normal de la empresa, al progreso técnico y a la dotación de las amortizaciones.
De los dos factores citados, alta productividad y competitividad, el segundo tiene sus leyes. Pero la productividad es otra cosa. Es ese factor de eficiencia endógena, tecnológico o de otra índole, que a igual cantidad de fuerza laboral y de equipo capital en un país, región, sector o empresa es capaz de incrementar la producción en el tiempo.
Todo lo anterior viene a cuento de la imposición que el Ministerio de Trabajo ejerce con una propuesta consistente en recortar la jornada laboral máxima legal en España de 40 a 37,5 horas semanales, un porcentaje del 6,25% para 2025.
Retomemos lo ya dicho con el ejemplo del País Vasco. La medida de reducir la jornada laboral máxima será prácticamente inocua en Euskadi, porque sus convenios colectivos recogen la jornada más corta de toda España, con una media que se sitúa por debajo de esas 37,5 horas a la semana. Y eso en el sector privado, porque los funcionarios vascos disfrutan desde hace décadas de 35 horas semanales. Pero es que la productividad de Euskadi está a la cabeza del Estado y en línea con la media-alta de los países europeos. Igualmente, los salarios son más altos y las jornadas más reducidas en Suiza o Hong Kong porque su productividad es más elevada.
¿Dónde está entonces el problema? La respuesta reside en las pequeñas empresas de todo el Estado, en particular las llamadas microempresas con menos de 10 empleados y una cifra de negocios inferior a dos millones de euros, incluidos los autónomos. Es justamente este colectivo el que discurre económicamente por el filo de la navaja, ya que -según un análisis de José Ramón Riera- entre 2018 y 2024 España ha perdido el 1,4% de este tipo de empresas. En este colectivo singular, como dice el proverbio árabe, ‘el peso de la última pajita quebró la espalda del camello’, y puede ser determinante, porque nadie en el uso racional de sus funciones mantendrá empleos que le generen pérdidas. He aquí el nudo gordiano de que los salarios deben fijarse en función de la productividad del empleado menos eficiente, sin olvidar que renta y ocio son bienes sustitutivos.
De ahí que unas empresas puedan y otras no, y de ahí que no sea prudente imponer ‘manu militari’ una norma que puede generar importantes daños económicos a unas elevadas minorías.
Un reciente estudio de Cepyme analiza los impactos económicos y laborales de la reducción de la jornada laboral en las pymes españolas. El informe subraya que la imposición de una reducción de jornada sin un incremento previo de la productividad y sin un adecuado diálogo social por sectores y empresas podría empeorar la situación de las pymes, particularmente en sectores como la industria, el turismo y la construcción, donde la flexibilidad de jornada es crucial.
Sorprende en este debate que el secretario de Estado de Trabajo, Joaquín Pérez Rey, doctor en Derecho y militante de Sumar, haya defendido semanas atrás, durante unas jornadas de la Fundación 1º de Mayo, que España «debe jugar una liga distinta» y dejar de vincular la productividad a los salarios, para así reducir nuestra brecha salarial de veinte puntos porcentuales respecto a Europa.
Con el tiempo, gradualmente, los salarios crecerán y las jornadas laborales se reducirán, aunque no en todos los sectores ni en todas las empresas. Pero al día de hoy, al advertir Paul Krugman que «la riqueza de un país y el bienestar de sus ciudadanos dependen de la productividad», hay que sospechar que el Nobel americano desconoce las audaces conclusiones de nuestro secretario de Estado de Trabajo. A no ser que Joaquín Pérez desconozca las de Krugman.
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