Artículo publicado en Deia (07/07/2024)
Son tiempos de votar a la contra. Hoy toda Francia se dispone a votar contra algo. Unos, al votar por el candidato lepenista, querrán seguramente, más que apoyar a la ultraderecha, mostrarse contra el sistema, contra las élites, contra los políticos en general a los que perezosamente perciben como todos iguales, contra las instituciones y su tecnicismo, su frialdad procedimental, despersonalizada, aburrida y distante que los tiene olvidados y no cuenta con la gente. Lo ha descrito atinadamente el para mí doblemente insufrible (insufrible como novelista, insufrible como personaje) escritor francés Houllebecq: el triunfo de Reagrupamiento Nacional “es una revuelta del pueblo contras las élites. Élites en todos los sentidos del término, élite política, económica, intelectual. Élites que han abandonado una parte del país y esta es la parte del país que se rebela en este momento”. Esa es la clave que explica el salto directo y aparentemente extremo del voto comunista al lepenismo en tantos barrios, del voto obrero desencantado con las promesas de la política, del voto de ese campo francés receloso tanto de las políticas medioambientales como de las de mercado, de esa Francia rural que se siente desplazada por las grandes capitales y, especialmente, por ese agujero negro de servicios y oportunidades que es París.
La otra parte del país votará contra el lepenismo para evitar la llegada del populismo que se presenta como antipolítico pero que, sobre todo, se define por su rechazo al conocimiento. En su nostalgia por un mundo más sencillo, más comprensible, más manejable, rechaza la economía, el derecho, la globalización, el europeísmo y la ciencia. No por casualidad son estos populismos los que tenían lecturas conspirativas y paranoicas en los tiempos del Covid o los que simpatizan con líderes que desafían el sistema internacional representado por la ONU y sus instituciones y programas. No es casual que sean los Orbán, los Le Pen o los Trump los más cercanos a Putin y sus ambiciones.
En el Reino Unido el laborismo ha logrado una victoria sin precedentes presentando a un candidato muy competente, pero sin el perfil carismático de otros. Ha sido un voto declaradamente contra los conservadores, parece un voto más de hartazgo con los tories que de entusiasmo laborista. El partido tory, muy significativamente, venía de una gran mayoría que le había otorgado un personaje inclasificable como Boris Johnson: un mentiroso compulsivo y declarado que en lo único que no ha mentido al pueblo británico es en su cristalina transparencia con respecto a su desinterés por la verdad y por cualquier cosa que no fuera él mismo. Pero por alguna extraña razón, quizá por sus pelos enredados de enfant terrible y sus declaraciones altisonantes de niño rico malote, parecía desafiar al bienpensante sistema político convencional y eso, al parecer, estimula mucho.
En los Estados Unidos, unos votarán a lo que sea que se presente contra Trump. Otros a un Trump que todos saben mentiroso, despótico e ignorante, pero que siéndolo desafía al establishment liberal con su provocador rechazo a la política y sus formas, a los convencionalismos, al Estado de derecho, a la argumentación racional, a los hechos y los datos, y al conocimiento científico. Trump se configura así como la contracara de todo lo que, en el imaginario de muchos, hace sentir a las élites superiores al pueblo.
Estos personajes (Le Pen, Trump y Johnson) nacidos en el corazón de la élite, que han vivido toda la vida protegidos en su regazo y alimentados de su teta, se han hecho con la bandera del populismo. Actúan como herederos un poco contestones, como esa oveja negra de la familia rica que desafía con impertinencias y desplantes acalorados, pero siempre en falsete, sin renunciar nunca a sus bienes, mensualidades, privilegios y herencias. Aparentan, por alguna extraña y paradójica razón, ser la mejor opción para darle una patada en la espinilla a ese mismo sistema del que son hijos consentidos.
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