Artículo publicado en Deia (21/07/2024)
Los tiros son irreversibles. En el momento en que la bala sale del cañón de un arma sus consecuencias son ya imprevisibles y escapan al control de quien apretó el gatillo.
La boca humana es también un arma, pero alberga la posibilidad de rectificación. La boca del cañón, en cambio, no se escucha a sí misma, no reconsidera, no se corrige. La boca del cañón habla para siempre. Y, con frecuencia, hace callar para siempre. Resulta evidente cuando el resultado es de muerte. Como diría Castellio de la persecución de Calvino contra Servet: «matar a un hombre no será nunca defender una doctrina, será siempre matar a un hombre». Nunca es mal momento, por cierto, para recomendar ese monumento contra el dogmatismo que erigió Stefan Zweig con el ensayo histórico Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia. La muerte, cuando hay alguien con conciencia detrás, despierta una responsabilidad que acompaña de por vida. Lo escribió el militante de un movimiento armado argentino al echar la vista atrás: «no hay causas ni ideales que sirvan para eximirnos de culpa. Se trata, por lo tanto, de asumir este acto esencialmente irredimible, la responsabilidad inaudita de haber causado intencionalmente la muerte de un ser humano».
Pero aun cuando el resultado no sea de muerte, siempre que habla el arma se ahoga el sonido de la razón, que queda silenciada. El tiro cambia la lógica de los argumentos y las palabras. El tiro de Pensilvania cambia el discurso.
El tiro en la oreja confirma, a los ojos de millones en los Estados Unidos, las fantasías conspiratorias más quiméricas y absurdas del pensamiento trumpista. Confirma que Trump es una víctima del sistema. Confirma que Trump es el mesías salvífico al que el mal y sus poderes terrenales temen y persiguen. Confirma que Trump personifica el hombre libre perseguido por su inmarcesible grandeza. Confirma que Trump se eleva, imposible de abatir, a la altura del mito viviente.
El tiro en la oreja confirma las fabulaciones victimistas del trumpismo. El tiro en la oreja inviste a Trump de la legitimidad que, habiendo sido hasta la fecha agresor siempre insensible, siempre abusón, siempre faltón, le faltaba ante los ojos de los sectores más razonables del republicanismo que quedan así ya definitivamente acallados.
No parece que Trump necesitara de mucha ayuda para ganar al candidato menguante Biden, pero el tiro en la oreja le da ese plus de legitimidad victimista que puede resultar definitivo. Biden no tiene tiro en la oreja, pero lo tiene en el pie. Se lo disparó el día en que decidió presentarse a la reelección. Pero los tiros en el pie no tienen la poética dramática de los tiros que rozan la cabeza. En las películas el héroe vuelve a casa con la marca del tiro que ha rozado su frente. Qué mejor muestra de haber pasado por el bautismo de fuego que la huella en la frente. El personaje bufo, en cambio, vuelve con el tiro en el pie o en el culo.
El héroe ideal lleva la marca en la frente. Llevar grabado algo en la frente es no por casualidad una expresión muy potente en nuestro lenguaje ordinario. Lo que llevamos en la frente no se nos olvida porque es lo fundamental, como los pasajes de la Torá en el ritual judío. Lo que llevamos grabado en la frente además es lo primero que ven de nosotros quienes nos miran y nos identifica ante ellos. Por eso el personaje de Brad Pitt en Malditos Bastardos marca una esvástica en la frente con un cuchillo a quienes deja libres. Frente a quien lleva la señal del tiro tan cerca de la frente, igual de visible, será más difícil hacer oposición. El tiro en la oreja dará a Trump más margen y mayor legitimidad para desplegar sus planes contra la libertad en el interior y al exterior, con sus alianzas que en el mundo favorecen a los dictadores frente a las democracias, que promueven las fabulaciones frente al conocimiento, que toman atajos aparentemente fáciles y claros, pero tramposos, frente al incierto, confuso y difícil camino de lo correcto.
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