Líderes y genios. Incomprendido por sus coetáneos, cambió el arte para siempre
Artículo publicado en Expansión (07/08/2024)
Entrar en la sala Museo de Arte Moderno de Nueva York en el que está La noche estrellada y avanzar hacia el cuadro para apreciar su belleza hace que te tiemblen las piernas. No todo el mundo está preparado para ver tanta belleza en estado puro, belleza honesta que te habla directamente al alma. Vincent Van Gogh pintó, creó, pensó y sintió a ritmo frenético en esa soledad en la que vivió enmarañado. Se definió como un ser «con una hoguera en el pecho a la que nunca se acerca nadie a calentarse».
Desde 1872 hasta el año de su muerte, 1890, escribió más de ochocientas cartas, casi todas dirigidas a su hermano Theo. Desde 1880 -año en que empieza a trabajar con regularidad y ambición profesional- hasta su fallecimiento realiza 850 cuadros y más de 1.600 dibujos, todo ello resultado de ese ritmo, de esa mente y de esa necesidad. «Desde que compré mis primeros colores y mis utensilios de pintor he estado yendo y viniendo y trabajando hasta el extremo de quedar completamente agotado… No he podido contenerme, literalmente no he podido abstenerme ni cesar de trabajar…».
Los autores del libro Van Gogh. La vida, Steven Naifeh y Gregory White-Smith, dibujan sentimientos mucho más allá de lo obvio, de esa locura popularizada del artista, ponen luz sobre sombras y lucidez sobre su vida, y entrelazan de manera extraordinaria historia y pensamientos. Aseguran que su hermano Theo creía que «Vincent era simplemente un hombre excepcional, una especie de Quijote que luchaba contra los molinos de viento; un excéntrico bienintencionado, no un loco».
Desde vivir entre mineros, a ser marchante de arte o ilustrar revistas, incluso intentar hacerse sacerdote -era hijo de un pastor protestante neerlandés-, Van Gogh puso su vocación al servicio del mundo y lo hizo pintando, aunque sin que nadie disfrutara de ello porque sus cuadros se amontonaban en armarios, desvanes o habitaciones de parientes y amigos. Su hermano insistía en que sólo conociendo a Vincent «desde dentro» cabía ver su arte como él lo veía o, mejor dicho, como él lo sentía.
Y es que de hecho él mismo fue un gran observador. Decía Plinio el Viejo, que «la verdadera gloria nace de la observación constante de la naturaleza». Y Van Gogh observaba la naturaleza sin descanso. «Pasaba los días escrutando y estudiando la vida del sotobosque», recordaría su hermana Lies. Podía quedarse «durante horas junto a un nido, simplemente mirando. Su mente parecía hecha para observar y pensar». Años más tarde, Vincent escribiría a Theo y le diría: «Compartimos nuestro interés por observar tras las candilejas».
Únicos reconocimientos
Como afirmó Fayad Jamís en Cartas a Theo, sólo en los últimos meses de su vida recibiría -quizás con la indiferencia de quién ha vivido la miseria, sentido el olvido, el desgarro y la profunda incomprensión-
dos buenas noticias con respecto a su carrera artística. Un crítico distinguido publicó en Mercure de France un importante estudio acerca de su pintura, y su fiel hermano Theo, modesto marchante de cuadros impresionistas, vendió, por primera vez, una tela suya Viña roja por una baja suma.
Ayudado y mantenido por Theo, en enero de 1889 le decía a éste: «Habrás vivido siempre pobre por darme de comer, pero yo devolveré el dinero o entregaré el alma». No alcanzó a ver el día en que acaso hubiera podido devolver el dinero que le permitió realizar una de las obras artísticas más deslumbrantes y auténticas de los tiempos modernos.
Theo conocía los rumores que decían que el arte de su hermano era obra de un demente. Cuentan sus biógrafos Naifeh y White-Smith cómo un crítico calificaba sus formas distorsionadas y colores brillantes como «el producto de una mente enferma», de quien que hoy se escribe «uno de los artistas más fascinantes de la historia universal». En su intento por ayudar y «dulcificar» su arte, Theo le aconsejaba no usar tanta pintura, no aplicarla tan rápidamente¿ No crear a un ritmo tan violento. «A veces trabajo excesivamente deprisa», contestaba Vincent, «¿acaso es un defecto?».
Su convicción, su fortaleza, su intuición, su lucha, su coraje, su inconformismo, su manera de hacer, su entereza y su constancia sorprenden e inspiran. Decía Van Gogh en una de sus cartas (3 de abril de 1878) que «no se puede retroceder, y cuando se ha empezado a considerar las cosas con una mirada libre y confiada no se puede volver atrás ni claudicar» a la vez que intimida y entristece. Y entristece por la mirada incompleta a su vida; porque no se entendió su arte, porque se comprometió en dar un nuevo sentido artístico y el mundo le ignoró; porque vivió el ataque inalterable y directo de la incomprensión, porque se perdió por momentos a sí mismo mientras avanzaba de rechazo en rechazo, de desengaño en desengaño, interrogándose «¿para qué pues podría yo ser útil, para qué podría servir?».
«Quiero pintar lo que siento y sentir lo que pinto». Y mantuvo su inquebrantable convicción hasta el día de su muerte. Pensaba que nadie podría entender su pintura sin conocer la historia de su vida: «Yo soy mi obra», afirmó. Theo devolvía a Vincent sus atenciones con un cariño que rayaba la devoción. Creía que Vincent era «mucho más que un ser humano». Unos segundos antes de morir le diría a Theo: «Fracasado una vez más… La miseria no acabará nunca…». La gloria había llegado; el mito había nacido.
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