Líderes y genios. El modista guipuzcoano alcanzó la excelencia con una clave: el sigilo.
Artículo publicado en Expansión (16/08/2024)
Getaria es tradición, esfuerzo, belleza silenciosa, pueblo marinero. Y allí nació Cristobal Balenciaga Eizaguirre, hijo de un pescador y una costurera de la que aprendió su arte, el arte del bien hacer. Balenciaga siempre cauto, siempre prudente, siempre austero, siempre sobrio, siempre reservado hasta el misterio, revolucionó el mundo de la moda con el sigilo de la elegancia y la excelencia del día a día, quizás a sabiendas de que, como decía Aristóteles, «somos lo que hacemos repetidamente. La excelencia, entonces, no es un acto, sino un hábito».
Ganarse la admiración de grandes no es ni fácil ni baladí. Y eso es precisamente lo que Balenciaga hizo, conseguir no el halago vacío, sino la admiración sincera de sus contemporáneos, de la prensa y de las siguientes generaciones, una rendición ante la evidencia del talento extraordinario, un chapó al unísono. Coco Chanel lo calificaba de auténtico couturier; Christian Dior le denominaba «el maestro de todos nosotros» y decía que «la alta costura es una gran orquesta que sólo él sabe dirigir, todos los demás seguimos sus indicaciones»; Hubert de Givenchy se refería a él como «el arquitecto de la alta costura»; Emanuel Ungaro apuntó algo más allá: «Es una persona extraordinaria».
La simplicidad de las prendas por fuera y el rigor por dentro, hilván a hilván, puntada a puntada, como una obra perfecta de ingeniería, le consagraron como ese escultor de telas en el majestuoso universo de siluetas. Y detrás de esa ingeniería textil, estaba su capacidad innovadora incesante, compañera de camino de su perfeccionismo. Considerado unánimemente como uno de los modistos más destacados e influyentes del siglo XX, no buscaba ni foco ni fama, no buscaba alzar su voz con voz; buscaba de manera incansable, audaz y preciosista crear y evolucionar, seguir y perseguir la perfección.
En este tiempo del like pagado, del rígido posado del influencer del momento, del aplauso digital y del retoque. En este contexto actual de mundo polarizado, de opiniones extremas y enfrentamientos, en el que hablar de humildad cuando se habla de liderazgo se ha vuelto un must, una obligación fingida que pone de manifiesto la falta de autenticidad frente a la acuciante necesidad de verdad, aquí es precisamente donde el maestro Balenciaga diseña su gran obra paralela a su arte, su otro hacer, el que marcara a los que le conocieron: el legado de la humildad. La humildad no sólo como virtud, sino como forma de hacer, de crear, de trabajar, de vivir y de ser. Y es que no buscaba proclamar en el medio, la entrevista o la revista; no buscaba la fama por la fama. Buscaba que todo eso se posara donde debía posarse, en su obra, en su trabajo; que sus creaciones, fruto del esfuerzo de la coherencia y de la búsqueda de la excelencia desde una inusitada e infatigable humildad, fueran las que encumbrasen la obra.
En el libro Good to Great, ese «de lo bueno a lo mejor», del paso de lo bien hecho a lo extraordinario, el autor y profesor Jim Collins y su equipo de investigadores exploran la transformación de las empresas hacia la excelencia. Y en el análisis de empresas a lo largo de años, detectan algo en sus líderes y su manera de hacer las cosas. Ese algo, ese rasgo distintivo es la combinación de esfuerzo y voluntad con humildad de carácter personal. Collins enfatiza que no es el carisma, sino la combinación de determinación y humildad lo que define este tipo de liderazgo que lleva a las organizaciones de ser buenas a dar el paso más allá. Dice el autor de Good to Great, que lo bueno es enemigo de lo extraordinario por lo que tiene de renuncia, de pasividad y de conformismo. Y precisamente ese rasgo tenía Balenciaga, el de luchador sin tregua y sin atajos, fiel a sí mismo, demasiado ocupado en buscar y en trabajar en ser mejor.
Simone Weil, filósofa, activista y en permanente búsqueda, tenía una sensibilidad capaz de pasmar hasta
la admiración, como relató su compañera de clase Simone de Beauvoir en un texto autobiográfico: «Una gran hambruna había sacudido China y me dijeron que ella [Simone Weil] prorrumpió en sollozos cuando recibió aquella noticia; esas lágrimas me obligaron a respetarla aún más que por sus dotes para la filosofía. La envidiaba porque tenía un corazón capaz de latir por todo el mundo». Era además una gran investigadora de ese gran término del que a veces dudamos si es virtud o debilidad: la humildad. Weil subrayaba con brillante precisión, como dibujando con trazo fino en un pergamino, que todo aquello que nos genera orgullo es ilusorio y no permanece «aquello de lo que nos enorgullecemos, es siempre algo de lo cual las circunstancias nos pueden privar. Tomar consciencia de esta mentira es la virtud de la humildad».
Un paso atrás
Un mundo en cambio obligaba al diseñador de manera irremediable a transformar su negocio hacia algo en lo que probablemente no se reconocía, en un momento de honda pérdida. El 22 de mayo de 1968 el diseñador anuncia su repliegue, su retiro, su paso atrás, o más bien a un lado, una salida que conmocionó al mundo de la moda. Y el mundo de la moda echó de menos su misterio, su discreción, su clase. Su arte.
22 de marzo de 1977. Fallece el Maestro. Se lee en la web del Museo Cristóbal Balenciaga -un espacio que quizás jamás soñó, inaugurado en 2011 donde su colección es custodiada con mimo- que la revista Vogue lo despide publicando por primera vez las imágenes icónicas del célebre fotógrafo Cartier-Bresson que lo retrataban de la manera más fiel: creando, trabajando, haciendo.
Y, junto a ellas, una cita de la escritora francesa Violette Leduc: «Cuando diseña un vestido, Balenciaga esculpe, pinta y escribe. Por eso está por encima de todos los demás. Crear vestidos, volver a partir una y otra vez del mismo modelo, es elegir constantemente, sin pausa. De la misma forma que respiramos para seguir viviendo. Elegir es dar aliento a lo que aún no tiene forma, dar vida a lo que aún no ha nacido. En esto, Balenciaga es supremo».
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