Artículo publicado en El País – Negocios (01/09/2024)
La globalización de la economía y la rápida evolución tecnológica han permitido (y en ocasiones, obligado) replantear las formas tradicionales de producir y prestar servicios. Las actividades financieras no son una excepción, y nuevos intermediarios y productos financieros han surgido con fuerza. Al ser la producción de medios de pago y la canalización del ahorro de actividades que han acompañado a las sociedades más avanzadas desde hace milenios, los distintos participantes y las características que han tenido los diferentes contratos financieros se han ido transformando a lo largo de la historia. Seguramente, esta evolución se acelere en los próximos años, con el riesgo de que los cambios no se comprendan: una mala decisión de inversión o ser víctima de una estafa pueden tanto evaporar los ahorros acumulados durante décadas por personas sin conocimientos financieros como generar importantes pérdidas a inversores profesionales, y es más fácil que estas ocurran en tiempos de cambios profundos, como la independencia de las colonias españolas en América.
Las finanzas se basan en una cierta capacidad de estimar posibles escenarios futuros y asignarles una probabilidad. Así, más de la mitad de la valoración bursátil de cualquier empresa cotizada a día de hoy se explica por los flujos de caja que generará a partir de 2030 (la visión académica tradicional espera que experimenten un crecimiento anual moderado en el largo plazo). Sin embargo, nuestra realidad actual, que seguramente sea solo un anticipo moderado de lo que nos depara el resto del siglo XXI, es una sucesión de crisis interconectadas que dificultan enormemente esta labor de predicción del largo plazo. En estas condiciones, estimar con relativo acierto cuáles serán las ventas y los costes de producción de una determinada empresa dentro de seis o siete años se antoja una labor endiablada.
Además, el sector financiero tradicional es considerado por amplias capas de las sociedades occidentales como un elemento desestabilizador y negativo, que permite la circulación de dinero negro, favorece la evasión fiscal, acrecienta la desigualdad, genera rentas oligopolísticas, mantiene la financiación de la producción de combustibles fósiles y de regímenes corruptos, y además periódicamente genera crisis cuyos costes debe soportar la ciudadanía.
Esta crisis de credibilidad, junto a las innovaciones antes mencionadas, son un caldo de cultivo adecuado para que la desinformación triunfe, particularmente entre los más jóvenes. Así, por ejemplo, no es extraño escucharles que la banca central es una herramienta de los Estados para el control de las finanzas individuales, y que su abolición y una vuelta al patrón oro (o, mejor aún, el uso generalizado del bitcoin o del ethereum: ¿qué puede salir mal?) resolvería inmediatamente problemas como la inflación, además de devolver la privacidad a los ciudadanos. La inseguridad de muchos jóvenes (plasmada por ejemplo en el FOMO -fear of missing out o miedo a perderse algo-) y su descontento con un mundo que (con razón) consideran injusto, y en el que temen el deterioro irremisible de su calidad de vida, les empujan a pseudogurús con gran capacidad de arrastre (como vimos en Badalona o Madrid) que pregonan un enriquecimiento sencillo invirtiendo en criptoactivos o realizando actividades aparentemente inocuas,
como mirar unos segundos a una bola. Desgraciadamente para nuestros jóvenes, para evitar caer en estos bulos, estafas o simplemente malos negocios, se necesita una cierta visión histórica de los fenómenos económicos y financieros, conocimientos macroeconómicos y una lógica matemática y financiera de la que muchos carecen.
En la reorientación del sistema financiero en este complejo escenario, además de contar con una regulación robusta y con supervisores que sean «capaces de apagar la música y llevarse las bebidas cuando la fiesta esté aparentemente en su mejor momento», es necesario que los clientes de servicios financieros (todos los somos) estemos más implicados y mejor educados financieramente, y seamos más conscientes de las consecuencias de las decisiones de inversión y financiación. Así, entender las crisis del pasado nos puede ayudar a poner en valor lo mucho que hemos avanzado (del mismo modo que entender la Declaración Schuman permite valorar la Unión Europea como una herramienta fundamental para la paz en Europa Occidental). También a entender que muchas situaciones presentes ya se han experimentado antes de otra manera: seguramente quienes conocieran la tulipmanía estarían mejor preparados para no caer en el cuento de la lechera de los NFTs (non-fungible tokens). Del mismo modo, los jóvenes que conozcan las estafas piramidales que arruinaron Albania hace 30 años se mostrarán más precavidos ante la fiebre cripto.
En otro ejemplo, si pensamos en un banco internacional con millones de clientes en España y que creció un 70% el año pasado, muy atractivo para los jóvenes por su facilidad para realizar operaciones virtuales sin necesidad de acudir a oficinas físicas, su historia de indudable éxito puede verse con otros ojos si pensamos en tres hechos: 1. La Unión Bancaria europea aún no ha avanzado en un Fondo de Garantía de Depósitos (FGD) común, por lo que son los FGD nacionales quienes responden ante los depositantes en caso de necesidad. 2. El banco en cuestión tiene su sede en un país pequeño, con un PIB modesto. Y 3. Los depositantes holandeses y británicos en Icesave ya descubrieron a su pesar hace 15 años que el FGD islandés podía decidir no dar cobertura a depositantes extranjeros.
De la misma forma, el apetito de las grandes tecnológicas o bigtech por prestar servicios financieros puede tener ventajas, con su ingente cantidad de datos pueden estimar mejor los riesgos, pero también facilita los riesgos sistémicos de la banca en la sombra, de una aún mayor concentración del crédito o de la exclusión financiera de colectivos vulnerables.
Afortunadamente, los cambios ligados a las nuevas tecnologías también pueden permitir planteamientos imposibles operativamente en el pasado, que generarán nuevos dilemas económicos y éticos: ¿financiará un banco a un inversor inmobiliario que quiere ofrecer pisos para alquiler turístico si en su vecindario tiene clientes previos cuyas viviendas se devaluarán por este negocio, quizás afectando a su capacidad de pago?, ¿o se calculará al decidir sobre esa financiación cómo el parque dedicado a alquiler turístico incrementa el coste de alquiler de la población residente, lo que reduce su capacidad de pago de sus deudas, o disminuye la calidad de vida de los depositantes de ese mismo banco?
Para poder afrontar con éxito los enormes desafíos sociales, demográficos, medioambientales y climáticos que tiene nuestra sociedad, el sector financiero desempeña un papel relevante, al ser clave para canalizar el ahorro hacia las inversiones productivas necesarias en estas transiciones. Por ello, garantizar que el sistema financiero sea una herramienta social útil y fiable, ganando en estatus social y recuperando la confianza de la ciudadanía, es esencial. Para impulsar el sector en la dirección correcta, un ciudadano (con su perfil múltiple de votante, cliente, accionista) bien informado incorporará aspectos de coste-beneficio, y de justicia, a las variables tradicionales de rentabilidad, riesgo y liquidez; otras finanzas son posibles, como demuestran las aún existentes fundaciones bancarias, la banca ética, la banca cooperativa, o los fondos ESG (medioambientales, sociales y de gobernanza).
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