Mientras la progresividad del impuesto sobre la renta es ampliamente aceptada, los gravámenes al patrimonio, además de obsoletos, se enfrentan a críticas más tajantes.
Artículo publicado en El Correo (21/10/2024)
Es sabido que cualquier subida de impuestos o la implantación de uno nuevo, cualquier reforma fiscal que se acometa en nuestro entorno, será buena y conveniente, siempre y cuando no le afecte a uno mismo. Es la ley financiera del más propio de los amores, el de nuestro bolsillo.
Viene esto a cuenta del debate en curso, a nivel mundial, acerca de la conveniencia de introducir un impuesto sobre el patrimonio de los que llamaríamos superricos, de los ricos milmillonarios, una bolsa de un puñado de personas.
Un adelanto tímido de lo citado se recoge en nuestro ordenamiento desde 2022, en que se aprobó un Impuesto Temporal de Solidaridad a las Grandes Fortunas para todos aquellos patrimonios de más de 3 millones de euros, una tasa temporal y transitoria para 2023 y 2024, pero que tiene todos los visos de permanencia. Está recurrido por ilegal e inconstitucional, pero con escasas esperanzas de éxito para los demandantes. Cuando los demás países eliminan esta figura, nosotros la corregimos y aumentamos.
Adelantaré que me sumo al colectivo refractario a cualquier figura impositiva que supongauna doble exacción sobre rentas o patrimonios previamente gravadas. Citaré solamente uno de los varios argumentos. Mientras que el impuesto sobre la renta grava las rentas pasadas, el de patrimonio realiza una pirueta mental asumiendo la estabilidad del valor latente de esos activos en el futuro, como si no estuviesen sometidos a los avatares del mercado. ¿Qué sucede si la cuantía del patrimonio gravado decae? ¿Reparará la Agencia Tributaria la pérdida incurrida devolviendo la parte alicuota de lo tributado? ¿Y debe el mismo patrimonio ser gravado una y otra vez a lo largo de cada año?
Sin olvidar lo dicho, lo que aquí se comenta se refiere a otro colectivo de mayor calibre, al de los superricos, al de los ricos de solemnidad. La paternidad de la idea se atribuye al joven economista francés Gabriel Zucman, correligionario de otro látigo de las ricos, el también francés Thomas Piketty. Zucman ha propuesto un nuevo impuesto para los más ricos del mundo, del 2%, que afectaría en principio a alre-
dedor de 2.700 contribuyentes. La lista está redactada.
Una idea megalómana disparada al aire, como la de Zucman, parecía destinada al olvido. Pero no ha sido el caso. Los líderes del G20 vienen incluyendo en sus últimas agendas el debate sobre la posibilidad de incorporar esa nueva tasa a los más favorecidos del planeta. Aplicar un impuesto del 2% a los 2.700 patrimonios más ricos del mundo implicaría una recaudación de unos 215.000 millones de euros anuales.
Se argumenta que un impuesto de estas características puede ser una herramienta poderosa para combatir la creciente desigualdad económica y redistribuir parte de la riqueza de los extraordinariamente ricos. Los fondos así generados podrían destinarse a programas sociales, infraestructura, educación y atención médica, mejorando las condiciones de vida de las personas en todo el planeta y fortaleciendo el tejido social. Con ello se contribuiría, además, a reforzar la equidad fiscal. Los defensores del impuesto proclaman que es una forma justa de asegurar que aquellos con mayores recursos contribuyan proporcionalmente más al sostenimiento del sistema económico del que se benefician.
Todos estos fines son elogiables. Pero quedan invalidados por el método utilizado: el resentimiento y la expoliación. Pocos recuerdan, además, que las fortunas de los más agraciados contribuyen activamente con sus diarias transacciones al fortalecimiento de los niveles de inversión y de empleo del sistema. Tampoco conviene olvidar que los grandes magnates son asimismo líderes de la filantropía, lo cual es de aplaudir. Un ejemplo: Marlene Engelhorn, heredera de la multinacional química BASF, saltó a la fama hace unos años al tomar la decisión de repartir el 90% de su fortuna.
Mi opinión al respecto se une a la que expuso el cineasta Woody Allen en su día cuando le preguntaron qué pensaba acerca de la muerte, a lo que contestó con un lacónico «no soy partidario».
El debate sobre el impuesto a las grandes fortunas revela una tensión fundamental entre la justicia fiscal, la legalidad y la eficiencia económica. Mientras que la progresividad del impuesto sobre la renta es ampliamente aceptada, los gravámenes al patrimonio, además de obsoletos, se enfrentan a críticas más tajantes, como ha quedado señalado.
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