Artículo publicado en la Revista Mensajero (08/10/2024)
“Date prisa que se acaban”. “Reserva rápido estas entradas porque hay más usuarios que buscan lo mismo en esta página”. “Si no adoptamos esta decisión con urgencia, se adelantarán nuestros competidores”. “Deberíamos ponerlo en marcha antes de acabar la semana”. “Quedan pocas unidades en stock”. “Nunca volveremos a tener esta oportunidad, hay que aprovecharla”. “Tengo sesenta y siete mensajes sin responder”. “El plazo se cierra en dos horas y cincuenta y tres minutos…”
La economía de mercado nacida en Occidente durante la modernidad ha acelerado nuestro tiempo. Los márgenes temporales necesarios para desarrollar distintas tareas y sobrevivir en este mundo se han estrechado como un acordeón. El capitalismo necesita dinamismo y rapidez para reactivarse. La producción requiere de continuos alicientes y novedades que se implementan día a día, minuto a minuto. El ciclo del consumo es voraz y veloz, no se permite un pequeño suspiro, porque si no, empieza a languidecer y caduca. El ritmo fulgurante que impone el sistema financiero acrecienta el vértigo y pone frente al abismo a grandes y pequeñas economías.
El recambio frecuente se convierte en necesario ante la obsolescencia. La mejora de los procesos y la incorporación de nuevos dispositivos tecnológicos aparecen como el maná para seguir transmitiendo, en 5G, montones de terabits en milésimas de segundo. La imposición de la innovación y de la competencia para poder seguir presente con cierto éxito en el mercado se enfrenta a escenarios de incertidumbre y crisis permanentes por la multiplicación de factores que inciden directamente en personas y negocios.
El pasado 9 de junio sobre las 20 horas, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, se dirigía a la nación para comunicar que disolvía la Asamblea Nacional y convocaba elecciones legislativas en apenas tres semanas. Todavía a esa hora no se conocían los resultados oficiales de los comicios europeos celebrados ese día, pero la decisión estaba tomada con los datos de los sondeos a pie de urna. La política también transita a velocidad de vértigo. Las grandes decisiones se adoptan casi siempre para lograr un impacto comunicativo inmediato, aunque no se cuente con todas las variables fiables y certeras encima de la mesa.
Esta aceleración constante y creciente afecta directamente al individuo. Los profesionales de la psicología alertan del estrés y desasosiego con el que viven numerosas personas, fruto del ritmo de vida laboral, o simplemente de un estilo de vida plagado de actividades y obligaciones, a veces autoimpuestas. Vivimos casi siempre con la sensación de estar perdiéndonos algo. Los ataques de ansiedad, la pérdida del sueño y los cambios en el carácter son algunos de los males más diagnosticados. Durante nuestra atareada vida tratamos de sobrevivir de la mejor forma posible y en los días de fiesta buscamos huir de todo lo que nos rodea.
Es posible que socialmente hayamos sucumbido a esta trepidante aceleración. Sólo buscamos medidas reactivas que funcionen como mecanismo de defensa, como respuesta a este tipo de vida a la que contribuimos entre todos. Desde las organizaciones, se promueve la necesidad de fomentar la flexibilidad y la capacidad de adaptación ante las crisis y cambios constantes. Desde las terapias de autoayuda individual, se nos está invitando constantemente a cultivar la resiliencia para soportar los vaivenes de nuestro día a día. Nadie nos aconseja parar. No podemos detenernos porque nos atropella el tren.
Hartmut Rosa, cuando explica su teoría de la aceleración social describe algunos de los factores que la hacen posible. Principalmente la tecnología, porque nos ha permitido hacer más cosas en menos tiempo, e incluso solapar diferentes tareas a la vez. En segundo lugar, los importantes cambios sociales que se están produciendo a gran velocidad: normas, roles sociales y valores. Y en general, el incremento del ritmo de vida, con esa sensación de agendas repletas de citas, actividades que no pueden esperar y un tiempo de ocio intenso y agitado de experiencias novedosas.
El propio Rosa propone algunas alternativas para paliar este ritmo frenético de vida que llevamos cotidianamente. Entre otras, la de no perder la sensación personal del tiempo, valorándolo, siendo conscientes de lo que estamos viviendo y frenando el número de actividades que realizamos cada día. Deberíamos promover un tiempo libre auténtico y no productivo, que nos libere del estrés constante. A los padres se nos suele decir que no está mal que nuestros hijos aprendan a aburrirse, porque entre otras cuestiones, desarrollan otras capacidades como la de abrir tiempos para pensar e imaginar por su cuenta. No es necesario estar haciendo siempre algo.
Pero una vez más, poner freno a esta aceleración significa limitar el uso de la tecnología. Vivir supeditados a los dispositivos y redes sociales en plena economía de la atención supone postrarse cautivos ante la urgencia del “ahora mismo”. Pero, además, implica perder la propia autonomía para controlar el tiempo y la intensidad con la que transitamos por la vida. El dominio de nuestro tiempo ya no lo tenemos nosotros, sino aquellos que focalizan su rentabilidad en nuestros movimientos y predilecciones. Muchos de los que hace quince años se enmarcaban en el grupo de los extremely online –sólo hablaban de lo que pasaba en la red y con los que estaban en la red– pasaban decenas de horas a la semana frente a una pantalla, han abandonado hoy esa práctica por su hastío y cansancio vital.
Recientemente, me he topado con un libro que elogia la vida lenta y desarrolla los métodos y técnicas que han empleado algunas personas para ejercer resistencia a la vida acelerada del progreso y conseguir su emancipación. Laurent Vidal, en Los lentos (Errata Naturae, 2024) descubre a estos individuos, que poniendo en marcha distintas estrategias, han hecho frente a esta vida acelerada desde hace siglos. Un ensayo que ahonda en las diferencias con las que abordamos cada uno nuestra existencia: para unos, basada en la puntualidad y eficiencia, y a para otros, en la contemplación o la música.
Esta postura es contracultural y arriesgada porque supone romper con nuestro estilo de vida y navegar a contracorriente. Seguramente, si ahora la ponemos en práctica al cien por cien, perderíamos nuestro empleo y deberíamos emigrar a una zona rural bastante despoblada y sin conexión wifi. Pero podemos adoptar medidas intermedias que frenen nuestro ritmo frenético y se centren en lo verdaderamente fundamental, en aquello que fuéramos a hacer si supiéramos que hoy es nuestro último día en este mundo.
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