Artículo publicado en El Correo (09/12/2024)
La educación ha sido desde siempre el motor que impulsa el desarrollo de las sociedades. Es el germen de la igualdad, el propulsor del ascenso social y el fuel de una economía sostenible. En este contexto, la reciente iniciativa legal en Australia de restringir el acceso de menores de 16 años a las redes sociales pone de relieve una cuestión crucial: ¿cómo proteger a las nuevas generaciones de los efectos corrosivos de la superficialidad y las adicciones digitales sin privarlas del potencial transformador que las herramientas tecnológicas pueden ofrecer?
La primera ley del mundo, que ambas cámaras del Gobierno australiano aprobaron la semana pasada con una amplia mayoría, hará que las empresas oferentes sean susceptibles de multas de hasta 50 millones de dólares australianos si no impiden que los niños menores de 16 años creen cuentas en sus distintas plataformas digitales. Las empresas operantes en el espacio australiano tienen un año para buscar cómo implementar la norma.
El consenso global apunta a la protección de tres importantes vectores de la personalidad en el mundo digital de los menores: la protección moral, la protección ante el deterioro psíquico y el coste eficiente de la utilización de terminales inteligentes.
La protección moral. Las redes sociales, diseñadas para capturar nuestra atención con contenidos gráficos impactantes y breves han reducido nuestra interacción a gestos instantáneos como un ‘like’, un comentario efímero, un desplazamiento infinitesimal hacia lo inmediato siguiente. Se ha demostrado que el acceso temprano a contenidos no regulados, como la pornografía o la violencia, distorsiona la percepción de la realidad y encasilla subliminalmente patrones y valores negativos en el subconsciente. El paso siguiente es la adicción a conductas potencialmente criminales. El ciberacoso, por ejemplo, se considera el riesgo ‘online’ más común para los adolescentes y está vinculado con la depresión, la soledad e incluso el suicidio.
Para los menores, cuya capacidad crítica aún está en formación y cuya salud mentales es frágil y voluble, estas plataformas no solo representan una ventana al mundo, sino también un riesgo psicológico genérico. La dependencia excesiva, el vicio compulsivo orientado al consumo desproporcionado de estas actividades, es una enfermedad en sí misma, con distintas ramificaciones patológicas, a la que la sociedad debe responder y, en su caso, prevenir.
Añadidamente a los efectos individuales referidos, resulta preocupante la capacidad de las redes para fomentar una dependencia improductiva, suplantando hábitos esenciales como la lectura, el deporte, la reflexión crítica e incluso las horas de sueño. Se trata de decidir si el empleo abusivo del tiempo en actividades intrascendentes no representan un coste de oportunidad excesivo para la sociedad. Cuando un niño crece rodeado de hábitos formativos, no solo amplía su capacidad intelectual, sino que también mejora su potencial como adulto productivo. Las sociedades que invierten en la calidad educativa de sus ciudadanos tienen mayores posibilidades de reducir las brechas sociales, incrementando el acceso al ‘ascensor social’ y fomentando la innovación y el emprendimiento. Por el contrario, el tiempo desperdiciado en dinámicas digitales improductivas tiene un coste económico y social significativo. La dependencia de las redes socava habilidades fundamentales como la resolución de problemas, el pensamiento crítico y la comunicación efectiva. Las generaciones que caen en esta trampa enfrentan limitaciones para competir en mercados laborales altamente dinámicos, lo que a su vez ralentiza el progreso económico de las naciones.
Ante este dilema, la educación emerge como el camino hacia una solución equilibrada. No se trata de prohibir herramientas digitales indiscriminadamente, sino de construir un modelo pedagógico que valore su utilidad como recursos educativos mientras limita sus riesgos. Esto incluye programas que faciliten habilidades críticas para identificar contenidos nocivos, valorar la calidad de la información y fomentar la autodisciplina.
En última instancia, las sociedades no solo deben proteger a sus menores, sino también empoderarlos. Es en este equilibrio entre restricción y educación donde radica el verdadero desafío. Al hacerlo, no solo protegemos a los más jóvenes del desperdicio de la banalidad digital, sino que también sentamos las bases de una ciudadanía más crítica, productiva y comprometida con el progreso común. La educación no es preparación para la vida, la educación es una dimensión permanente de la vida misma. Al defenderla, defendemos no solo a nuestros menores, sino también el porvenir de nuestras sociedades.
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