Artículo publicado en El Correo (17/02/2025)
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El regreso del presidente Trump al trono de la primera potencia económica del planeta sorprende con algunas acciones fulminantes, como los aranceles de quita y pon, que, sin embargo, distraen de otras menos evidentes, pero de igual o mayor calado.
Así, por ejemplo, la devaluación ética implícita en la conducta caótica del morador de la Casa Blanca, un «dictador elegido» en palabras de Noah Smith, es más grave que cualquier guerra arancelaria. Si Estados Unidos supedita -como ya parece evidente- cualquier valor a su soberanía y autarquía, el movimiento de derechos humanos puede revertir lo heredado del orden posbélico de los últimos 80 años, incluido el pacto atlantista, e iniciar una carrera hacia su minimización. El librecambio se aparcará definitivamente y la ley del más fuerte se constituirá en la primera fuente del derecho.
Pero centrémonos en la economía, con una básica consideración: que la guerra comercial declarada unilateralmente por el titular del despacho oval, con significar un duro golpe a la productividad de los países, a la estabilidad de los precios, a la evolución del comercio mundial y al crecimiento de la renta global, no es sino la heredera de unas prácticas habituales, que han desembocado finalmente en la nueva autocracia americana.
El enunciado sostiene que la acción sísmica de Trump solo es la continuación, o si se quiere la coronación de un proceso de deterioro de los principios básicos de la globalización neoliberal anteriores al pasado 20 de enero, fecha de la investidura presidencial de Donald Trump. Esta última fecha tiene solo un carácter simbólico. En ese día se han tambaleado los pilares de la globalización neoliberal iniciada con la caída del Muro de Berlín. Sin embargo, la mayoría de sus elementos contaban con antecedentes manifiestos.
La tesis es que no es casualidad que 77 millones de personas hayan votado a Trump, como tampoco es novedad que actualmente se estén produciendo movimientos de retroceso liberal en países occidentales como Alemania y Francia, o en la reciente cumbre de la ultra europea en Madrid. Todas ellas son muestras del progresivo declive liberal y del socavamiento de la legitimidad del modelo globalizador.
Este movimiento se venía fraguando en políticas arancelarias en Estados Unidos y Europa, adoptadas por la primera administración Trump y perpetuadas por la de Biden, que marcaron un giro respecto a la tradición del libre comercio. Asimismo, destacaba una tendencia hacia la formación de bloques comerciales basados en afinidades políticas -el denominado ‘friend-shoring’-, una práctica que se centra en la diversificación de las cadenas de suministro situándolas en países con los que se mantenían fuertes lazos políticos y económicos, un uso proteccionista que mina los principios de una globalización universal.
Añadidamente, el repetido uso de la penalización económica ya fuese mediante sanciones o restricciones a la movilidad del capital, evidenciaba que los Estados Unidos y otros países desarrollados iban optado desde tiempo atrás por medidas que priorizaban sus intereses nacionales, en detrimento de un orden económico global basado en reglas universales. Paralelamente, el ideal del libre movimiento del trabajo, que alguna vez fue una aspiración central de la globalización, ha sido sistemáticamente abandonado en la mayoría de los países centrales con políticas migratorias cada vez más restrictivas, por no calificarlas de xenófobas.
Este nuevo orden, en el que impera el regionalismo y el nacionalismo, plantea importantes retos para el futuro del comercio internacional y la gobernanza global. Poco han tenido que ver en esta deriva los argumentos esgrimidos por los ancestrales críticos del liberalismo, y en particular por determinadas escuelas de la izquierda visceral, citando el aumento de la desigualdad, la reducción de la movilidad social, y la desvinculación de los intereses de los más ricos respecto al resto de la sociedad, como males que acabarían actuando como detonadores del cambio. Todo lo contrario. El librecambismo ha sido el factor singular que más ha reducido la desigualdad de los países del planeta. Aquí y ahora, sin embargo, somos testigos de un movimiento involucionista, refractario a la solidaridad y contrario a cualquier causa relacionada con el bien común.
De ganar la partida el orden endogámico en curso, el futuro abre una temible incógnita, con los únicos datos previsibles de una masiva polarización social y la lucha sin normas de países y de clases.
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