📍Publicado en: El Correo (Ed. Bizkaia).
🗓️ Fecha: 13 de agosto de 2025.

Imaginemos una pausa. No necesariamente una playa infinita, ni un retiro en las montañas. Puede ser un trayecto más largo en transporte público, una tarde que milagrosamente queda libre, o la franja silenciosa de primera hora antes de que todo empiece. El verano, incluso para quienes trabajan, ofrece pequeños intersticios de tiempo que se sienten distintos. Menos presión de reuniones, menos correos urgentes, menos ruido de fondo. Es en esos huecos donde aparece una posibilidad rara en el calendario habitual: dedicar atención consciente a lo que normalmente dejamos para “cuando haya tiempo”.
Ese tiempo de calidad —breve o abundante— no es un lujo frívolo. La psicología cognitiva y la neurociencia confirman que nuestra capacidad para generar ideas originales, conectar conceptos o replantear problemas se dispara cuando reducimos el estrés y cambiamos de contexto. El psicólogo John Kounios, especialista en creatividad y coautor de The Eureka Factor, ha demostrado cómo la relajación y la atención difusa facilitan los momentos de “eureka”, esos instantes en que una solución o una idea emergen de forma súbita tras un periodo de incubación. Por su parte, un estudio de la Universidad de Stanford, liderado por Marily Oppezzo y Daniel Schwartz, mostró que caminar apenas 15 minutos aumenta hasta un 60 % la producción de ideas creativas, un efecto atribuible al cambio de foco y al estímulo físico moderado.
Las formas de nutrir esa flexibilidad mental son tan diversas como las personas. Para algunos será practicar deporte, con ese doble efecto de activar el cuerpo y limpiar la mente. Para otros, pasar tiempo con familia o amigos, no solo como entretenimiento, sino como fuente de historias, emociones y puntos de vista nuevos. Hay quienes aprovechan para leer sin reloj, cocinar con calma, redescubrir la ciudad en la que viven o sumergirse en un proyecto creativo personal. No hay jerarquía en estas elecciones: la clave es que tengan sentido para quien las vive y que, al practicarlas, se active esa combinación de atención plena y disfrute que Mihály Csíkszentmihályi llamó flow.
Lo valioso de estas prácticas no se agota en el momento. Estudios longitudinales muestran que las personas que, de forma recurrente, se reservan espacios para aficiones o intereses propios presentan mayor resiliencia, mejor salud mental y una percepción más alta de propósito vital. A nivel organizativo, investigaciones recogidas por Harvard Business Review apuntan que los equipos cuyos miembros cultivan pasiones fuera del trabajo tienden a ser más innovadores y a mantener mejor la colaboración interna. No es casual: esas experiencias externas alimentan el capital creativo y relacional que luego se traslada al desempeño profesional.
Incluso quienes no pueden desconectar totalmente —porque el trabajo sigue, porque hay responsabilidades familiares, porque no hay opción de “cerrar por vacaciones”— pueden encontrar beneficios en micro-rituales. Tomar café en un lugar distinto, cambiar la ruta habitual para observar nuevos paisajes, escuchar un podcast que abra horizontes, retomar un libro olvidado, anotar ideas sin objetivo inmediato. Son gestos pequeños que introducen variabilidad, y la variabilidad es la materia prima de la creatividad, como subrayan estudios de la psicóloga Teresa Amabile sobre entornos creativos.
Conviene recordar que pensar mejor, reflexionar con más claridad o visualizar escenarios de futuro no ocurre solo frente a un documento en blanco. A menudo surge cuando no lo buscamos de forma directa. La incubación de ideas —ese fenómeno por el cual una solución aparece “de repente” tras un periodo de desconexión— es ampliamente documentada en la investigación sobre creatividad. Las vacaciones, o simplemente el cambio de ritmo, facilitan precisamente eso: dejar que el cerebro reorganice información y genere conexiones nuevas sin la presión de una entrega inmediata.
No se trata, por tanto, de oponer ocio y productividad, sino de reconocer que uno nutre al otro. Ese tiempo en la playa, en la montaña, en el barrio o en el salón de casa no es una fuga de la “vida real”, sino parte de ella. Al construir recuerdos, explorar intereses o cultivar relaciones, también estamos fortaleciendo las bases desde las que tomaremos mejores decisiones, imaginaremos soluciones más originales y afrontaremos problemas con mayor perspectiva.
Desde una mirada social y económica, el valor de este tiempo es igualmente relevante. Las sociedades que promueven el equilibrio entre trabajo y vida personal tienden a mostrar mayores índices de innovación, cohesión y bienestar. Países que fomentan políticas de conciliación, flexibilidad horaria y cultura del descanso no solo mejoran la calidad de vida de sus ciudadanos, sino que también obtienen retornos tangibles en competitividad y creatividad empresarial. En un contexto global donde la inteligencia artificial, la automatización y la presión por innovar son constantes, invertir en capital humano no significa únicamente formar en competencias técnicas, sino proteger y ampliar los espacios en los que ese capital humano se renueva.
Como advertía Séneca: “Si una persona no sabe hacia qué puerto navega, ningún viento le es favorable.” La claridad en nuestra intención —sea escribir una novela de ciencia ficción, planear un proyecto profesional o simplemente reconectar con nosotros mismos— actúa como brújula para los intersticios de serenidad que nos regala el verano. La estrategia requiere reflexión, pero también decisión; y esos momentos de pausa son el lugar idóneo para ensayar mentalmente distintos escenarios y, llegado el momento, ejecutarlos con convicción.
La paradoja es que muchas veces subestimamos este valor hasta que lo perdemos. Si algo nos enseñaron las restricciones de la pandemia fue la importancia de esos encuentros, pasiones y espacios de ocio que dábamos por supuestos. Hoy sabemos que no son accesorios, sino elementos estructurales de una vida plena y de una mente capaz de adaptarse y crear.
Así que este verano —sea que lo pases viajando, trabajando, cuidando, descansando o mezclando todo lo anterior— puedes verlo como una invitación a ajustar el enfoque. No hace falta rediseñar la vida entera para encontrar tiempo de calidad; basta con proteger esos momentos en los que estamos presentes y abiertos, sin multitarea, haciendo algo que nos importa. Puede ser una conversación larga sin mirar el reloj, un amanecer contemplado en silencio, un reto deportivo, un proyecto manual, una historia escrita o leída con calma.
Porque quizá la mayor innovación que podemos permitirnos —y la que más impacto tendrá en nuestras decisiones futuras— sea precisamente esta: recordar que la creatividad, la intuición y la capacidad de imaginar un mundo mejor no se entrenan solo en la oficina, ni dependen de software o algoritmos. Nacen también en esas horas aparentemente improductivas que, sin saberlo, nos preparan para lo más importante. Y el verano, con sus ritmos distintos, es una oportunidad privilegiada para cultivarlas.
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