Artículo publicado en El Correo (28/10/2025)

Un joven nacido en el año 2002 en una familia de clase media es probable que haya vivido cómo su hogar se empobrecía y una rotura del ascensor social por la mayor crisis económica del siglo. Los populismos y la impotencia de la democracia para solucionar los problemas que tenían sus padres fue el primer fondo de pantalla social y política de su vida.
Cuando le tocaba disfrutar de la adolescencia, la pandemia más grave del siglo le dejó encerrado en casa con el capital social desconectado. La democracia colocaba suspensiones de derechos y estados de alarma. Con la mayoría de edad, asistió al shock de la primera guerra que llegaba a territorio europeo desde la Segunda Guerra Mundial cuando Rusia invadió Ucrania. Las democracias europeas fueron desbordadas y mostraron su fragilidad e incapacidad para proteger sus fronteras. Y con la veintena recién cumplida ya había visto el primer genocidio en directo de la historia y las consecuencias brutales de los eventos climáticos extremos en espacios reconocibles y cercanos. Toda esta sensación de inseguridad extrema en el mundo es la que acompaña a este joven que no tiene acceso a la vivienda, con rentas inferiores a las de sus padres y sus abuelos y que va a retrasar su edad de emancipación a los 30 años.
Antes de la Gran Recesión, la crisis generacional enmarcada en la mala calidad de la representación y la falta de participación electoral de los jóvenes generó una amplia literatura relacionada con la insatisfacción, la apatía, el descontento y la escasa socialización de los jóvenes, que no pusieron en riesgo la cultura democrática porque con la edad se iba curando. Tras la pandemia, en cambio, se han encendido todas las alarmas porque se advierte de un posible rechazo a la democracia en clave reaccionaria y autoritaria que coloca a una generación, la Z, como la depositaria del futuro inquietante que le espera a la democracia representativa.
Los “shocks” extremos que han sacudido al mundo desde la pandemia pueden estar teniendo consecuencias significativas tanto para sus sistemas políticos como para sus ciudadanos. Una de estas consecuencias es la posible aparición de una nueva generación crítica que, como resultado de su aprendizaje de la política en un contexto de inseguridad extrema, se esté alejando de la democracia como la mejor forma de gobierno. Esto es relevante porque puede cristalizar una cultura ajena a la democracia en la juventud que no se cure con el paso del tiempo. No tenemos que olvidar que una influencia importante en el arraigado apoyo público que ha gozado históricamente la democracia es la seguridad existencial, es decir, la medida en que las personas crecen dando por sentada la supervivencia. Los altos niveles de inseguridad existencial conducen al autoritarismo, la xenofobia y el rechazo de las nuevas normas culturales.
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