Artículo publicado en El Economista (11/12/2025)

Donald Trump ha vuelto a soltar una de sus bravuconadas incendiarias. Tras presentar la nueva Estrategia de Seguridad Nacional —convertida de facto en su programa político—, el presidente estadounidense no solo reiteró que “la civilización europea podría diluirse en menos de 25 años”, sino que lanzó ayer una andanada de ataques personales contra la Unión Europea y varios de sus principales dirigentes, a los que acusó de incompetencia y decadencia. El mensaje, amplificado por su propia voz y aderezado con invectivas contra las instituciones comunitarias y con su ya habitual guiño a los partidos de extrema derecha, ha provocado indignación en los gobiernos y cancillerías europeas.
Pero limitarse solamente a descalificar las formas del showman de la Casa Blanca sería un error. Entre las provocaciones del documento late una sospecha que Europa no puede eludir: ¿se halla ésta preparada para sostener, en las próximas décadas, su modelo social, su identidad cívica y su lugar en el mundo?
Trump no es portavoz ni heraldo de nadie. Pontifica por cuenta propia y recurre a una exagerada narrativa del declive europeo proyectando su tono arrogante y provocador. Pero, como ha recalcado Paul Krugman, su animadversión no responde a un impulso patriótico, sino a un resentimiento antiguo y visceral. Detesta a Europa porque ésta aún honra los ideales que él está desmontando en América. No nos interpela como quien advierte a un aliado, sino como quien envidia lo que no puede replicar. Su mensaje no busca reforzar a Europa, sino desestabilizarla. Y esa hostilidad tiene derivadas estratégicas que van mucho más allá de su estridencia retórica.
En efecto, al alejar a los EEUU de sus aliados tradicionales, Trump erosiona la capacidad occidental para contener a China y deja a Europa a los pies de Rusia. Lo que el documento de seguridad presenta como una advertencia cultural es, en realidad, una ruptura deliberada con los pactos y equilibrios que sostuvieron la arquitectura democrática del último medio siglo.
El mensaje es interesado y malicioso. Pero eso, como ya se ha dicho, no significa que una perorata incómoda carezca de aprovechables elementos de verdad. Europa no está desahuciada. Su historia, a diferencia de lo que sugiere la grandilocuencia trumpiana, ha sido una sucesión de crisis y recuperaciones que alimentaron una y otra vez su capacidad de reinvención: lo demostró tras la Segunda Guerra Mundial, en las ampliaciones al Este, en la creación del euro y durante la pandemia. Ahora se le exige algo más difícil: recomponer el pulso estratégico sin renunciar a su alma social.
El primer desafío es demográfico. Europa envejece a un ritmo sin precedentes: la natalidad cae, las cohortes jóvenes se estrechan y los sistemas de bienestar descansan sobre pilares cada vez más frágiles. No se trata de proclamas buenistas, sino de políticas que permitan tener hijos sin penalización económica ni laboral: vivienda asequible, conciliación real y jornadas compatibles con la vida familiar. Sin un relevo generacional firme, Europa perderá la base que sostiene su Estado del bienestar.
El segundo gran desafío es la inmigración. Europa la necesita por razones demográficas y laborales, pero no puede permitirse el fracaso en sus políticas de acogida. La clave no está en cerrar las puertas, sino en abrirlas con orden: selección rigurosa, integración real, educación compartida y un marco nítido de derechos y deberes. Como la integración de los recién llegados en las costumbres, valores y normas de convivencia del país receptor. Sin una política alejada de falsos pudores y complejos, el mosaico europeo está llamado a fracturarse.
El tercer desafío es productivo e institucional. Aunque Europa aún representa cerca del 18% del PIB mundial, su crecimiento se erosiona: los mercados de trabajo se adaptan con lentitud, la productividad avanza poco o nada y el modelo fiscal heredado de la posguerra muestra signos de ineficiencia. Con un 7% de la población mundial desembolsa el 37% del gasto social del planeta, algo que solo se sostiene con una economía altamente competitiva. Socialmente, la embarcación europea se satura y no admite más carga ni más pasajeros sin riesgo de zozobra. Europa debe modernizar su aparato económico con menos dogmas y más pragmatismo: precisa innovación, energía estable, industria estratégica, inversión tecnológica y, también, defensa común.
Los informes Draghi y Letta alertan de un déficit de inversión anual cercano a los 800 mil millones de euros para acortar la distancia que nos separa, competitivamente, de EEUU y China. Solo un sobreesfuerzo sostenido permitirá a Europa mantener su relevancia.
Y, por último, el desafío cultural. Europa debe reconstruir un relato creíble y movilizador, no desde la nostalgia, sino desde la madurez. Ya no basta con invocar su historia ni confiar en otros, lo que ella no acierta a emprender. El continente debe tomar conciencia de su deriva. No es necesario un Trump grandilocuente y despreciativo para recordarlo, pero, de rechazo, su mensaje tampoco es banal. El declive europeo no es una profecía, sino una posibilidad. Europa está convocada a su enésima reconstrucción.
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