Artículo publicado en The Conversation (16/12/2025)

Las salidas de tono de Donald Trump se viralizan rápidamente, como ocurrió cuando llamó piggy (“cerdita”) a una periodista que le preguntaba sobre sus relaciones con Jeffrey Epstein. Después insultó a otra reportera.
Estos dos episodios dieron la vuelta al mundo. Y es normal que así fuera porque no se trata de anécdotas aisladas, sino de una estrategia que usa la misoginia para silenciar la crítica.
Ponemos mucha atención a lo escandaloso –que lo es–, pero menos en los profundos cambios que se despliegan silenciosamente en EE. UU. contra el bienestar de las mujeres como parte de una ofensiva autoritaria y patriarcal.
El aumento de la mortalidad materno-infantil
En primer lugar, el cierre de los servicios de salud reproductiva ha provocado un aumento de la mortalidad materna e infantil en los estados que han impuesto prohibiciones; la evidencia demuestra que las restricciones tienen un impacto directo en la vida y la salud de las madres
En 2022, con la anulación de la sentencia Roe vs. Wade –que reconocía el derecho constitucional al aborto en 1973–, la Corte Suprema de EE. UU. eliminó la protección constitucional del derecho al aborto, dejando a cada estado la facultad de prohibirlo. Desde entonces, una docena de estados han impuesto vetos casi totales, lo que ha llevado al cierre de clínicas de aborto y a la desaparición de servicios de salud reproductiva en amplias regiones del país.
Estos cierres no solo afectan el acceso al aborto, sino también a la atención prenatal, la anticoncepción, la detección de cáncer y el manejo de complicaciones del embarazo.
Un análisis del Gender Equity Policy Institute muestra que las mujeres que viven en estados con prohibición tienen casi el doble de riesgo de morir durante el embarazo, el parto o en el posparto que las que residen en estados donde el aborto es legal.
Texas, que implementó una prohibición casi total, ofrece un ejemplo extremo. En el primer año bajo la aplicación de esta medida, la mortalidad materna aumentó un 56 %, con disparidades raciales profundas: las mujeres negras tuvieron una tasa de mortalidad materna 2,5 veces mayor que la de las blancas.
Esto viene acompañado de un aumento de la mortalidad infantil. En Texas, las muertes de niños o niñas crecieron un 13 % en el año posterior a la prohibición, con un aumento de los fallecimientos atribuibles a anomalías congénitas graves, lo que sugiere que muchos embarazos que antes se interrumpían por razones médicas ahora se llevan a término, con consecuencias fatales.
Deterioro de la esperanza de vida
Las desigualdades en el acceso a la salud han tenido un impacto en la expectativa de vida de las mujeres negras, especialmente en estados del sur, rurales y segregados, donde la precariedad sanitaria se solapa con el racismo estructural.
Aunque diversos análisis muestran que la esperanza de vida de la población negra ha sido sistemáticamente inferior a la de la población blanca, las mejoras en este área se han estancado.
Cuando se observa la situación de las mujeres negras en condados rurales y estados históricamente segregados, varios estudios muestran que su esperanza de vida media está en un rango de 72,5 a 74,9 años, por debajo de los más de 80 años que alcanzan en promedio la población femenina blanca.
Organizaciones como Black Women’s Health Imperative han documentado cómo la combinación de sesgo racial en la atención, falta de seguro médico, mayores tasas de enfermedades crónicas y barreras para desplazarse para recibir atención se traducen en más muertes evitables y una reducción de años de vida.
Análisis como los del National Partnership for Women & Families documentan cómo las sucesivas administraciones de Trump han impulsado un desmantelamiento de programas orientados a promover la igualdad. Por ejemplo, la eliminación de programas de apoyo a la conciliación ha echado a cientos de miles de mujeres fuera del mercado de trabajo o hacia empleos más precarios, revirtiendo avances logrados en materia de protección frente a la discriminación en el trabajo.
Un eje central de este retroceso ha sido la eliminación o vaciamiento de programas federales de equidad de género. La reinterpretación de normas como la Orden Ejecutiva 11246 –que obligaba a los contratistas federales a aplicar programas de acción afirmativa–, junto con órdenes que paralizan las actividades de promoción de la igualdad, han supuesto la eliminación de mecanismos que promovían la contratación de mujeres y minorías en sectores estratégicos.
La calidad de vida de las familias de bajos ingresos –entre ellas, un elevado porcentaje de mujeres solas– se ha visto afectada por recortes de subvenciones destinadas a cumplir la Fair Housing Act –Ley de Vivivenda Justa–. Investigaciones periodísticas muestran que la Casa Blanca ha ordenado la cancelación de las ayudas que el Departamento de Vivienda destinaba a organizaciones sin ánimo de lucro encargadas de investigar denuncias de discriminación en alquileres e hipotecas. La reducción de esta financiación deja a muchas comunidades sin defensa frente a desalojos injustos, cláusulas abusivas o discriminación por género, raza y discapacidad.
Otras áreas de retroceso
También se han reducido los fondos a programas de apoyo a las víctimas de violencia de género y trata. Un informe del Brennan Center for Justice detalla que se han cancelado cientos de millones de dólares en subvenciones, incluyendo programas que proporcionan servicios a las afectadas.
A su vez, un análisis del Council on Criminal Justice describe cómo estos recortes afectan así mismo la formación de enfermeras forenses que atienden a víctimas de violencia sexual.
Los recortes se combinan con cambios normativos y más condiciones para otorgar ayudas. La revista The New Republic documenta cómo se imponen nuevas normas a las beneficiarias de fondos federales, prohibiendo destinar recursos a programas que aborden la violencia como problema estructural.
En paralelo, se han impulsado medidas que restringen el derecho al voto. El Brennan Center for Justice, que monitorea la legislación electoral, advierte de que varias iniciativas buscan imponer requisitos más estrictos de prueba de ciudadanía y documentación de identidad, lo que privaría del voto a millones de electores que no disponen de pasaporte o certificado de nacimiento actualizado.
Estas exigencias podrían tener un impacto sobre las mujeres que han cambiado de apellido tras el matrimonio o el divorcio, pues muchas no tienen documentos que coincidan con su nombre legal actual: se estima que hasta 69 millones de mujeres están en esta situación.
Organizaciones como la NAACP Legal Defense Fund y la ACLU –Unión Americana de Libertades Civiles– han llevado a los tribunales disposiciones administrativas que intentaban introducir requisitos adicionales de prueba de ciudadanía.
Estos cambios se suman a la reducción de oficinas, horarios y recursos para el voto anticipado o por correo, lo que dificulta el acceso al voto de quienes enfrentan más barreras de tiempo, movilidad y cuidado –como mujeres cuidadoras o trabajadoras con varios empleos–, y se inscriben en una tendencia más amplia de debilitamiento del legado de la Voting Rights Act.
La experiencia estadounidense demuestra que las políticas regresivas tienden a perjudicar a los sectores más vulnerables, especialmente a las mujeres de bajos ingresos.
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