Artículo publicado en Cinco Días (06/10/2022)
En este comienzo de otoño, caracterizado por un elevado nivel de incertidumbre económica, la noticia del giro de política fiscal protagonizado por la nueva primera ministra Liz Truss ha contribuido a sumar inestabilidad a un escenario en el que la economía adquiere más relevancia que la política. Parafraseando el apodo que recibió durante los años 80 y 90 Margaret Thatcher, The Iron Lady, La Dama de Hierro, el nuevo Reino Unido pos-Brexit parece estar liderado por una dama de mantequilla, the butter lady, que delega la toma de sus decisiones en materia de políticas fiscales en manos de la economía y de los mercados financieros.
Lo que la globalización nos ha enseñado, a partir de la segunda mitad de los años setenta, es que los fines antes indicados por la política, y los medios proporcionados por la economía, han vivido una inversión de funciones. También es cierto que el predominio de esta última, la economía, ha puesto hoy en día en jaque cualquier decisión política de peso otorgada al poder político.
En economía sabemos que los anuncios tienen la misma potencia que las actuaciones y que en determinadas circunstancias pueden incluso acabar sesgando los escenarios futuros a través de las conocidas profecías autocumplidas. Pues aquí viene el acontecimiento conocido de la marcha atrás en la rebaja de impuestos del pasado lunes, en el que la impopularidad, por un lado, y la caída de la libra esterlina, por otro, han hecho retroceder a la nueva primera ministra al mando del país sin haber pasado por las urnas electorales.
En su alocución de ayer ante los afiliados del Partido Conservador que celebraban su congreso anual, Truss se defendía de los movimientos sufridos por los mercados asegurando que cada vez que se impone un cambio provoca perturbaciones y se mantenía a favor de las rebajas impositivas de manera genérica, alegando que reducir impuestos “es lo correcto moral y económicamente”. Pero los anuncios de este calado no pueden desaparecer de la agenda política ex abrupto si no se enfrenta a coyunturas y acontecimientos más contundentes de la misma medida, es decir, descontento social y sobre todo una profunda caída de la libra esterlina debido a la previsión negativa de los inversores al hilo de esta decisión.
Lo que esta historia nos enseña, aparte de la poderosa relevancia de la economía, que ya ejerce de fuerza moderada frente a un escenario siempre más radicalizado de la política, es que el papel lo aguanta todo hasta que la solvencia y la estabilidad financiera de un país no indiquen lo contrario.
Lo que la caída de la libra esterlina ha puesto de relieve es que los inversores analizan las cuentas publicas de un país e identifican si el gasto publico que se ejecuta y la recaudación fiscal que se lleva a cabo son capaces de mantener en equilibrio las cuentas financieras, antes de cualquier tipo de riesgo de impago de la deuda pública. Esta última cuestión quizás hoy en día sea la gran variable que debe monitorizarse para seguir una senda de desarrollo socioeconómico sostenible e inclusivo junto con el crecimiento económico y el mercado laboral.
En este sentido es interesante subrayar que no solo son los recortes de impuestos a los más ricos los que pueden mermar las cuentas públicas, sino también las ayudas indiscriminadas e improductivas, que en épocas de crisis pueden repartirse sin tener en cuenta el criterio de la necesidad y de la temporalidad. Eso significa que, aparte del caso que estamos analizando en el Reino Unido, las medidas de ayuda que sean incapaces de dirigirse exclusivamente a los colectivos más vulnerables, y sin limitarse en el tiempo, pueden llevar a tener el mismo efecto que las actuales decisiones políticas británicas.
Es importante, por lo tanto, en estos momentos de incertidumbre premiar el ahorro sin penalizar la producción y sobre todo adoptar medidas que no incentiven el consumo insostenible, sino el consumo responsable, es decir, tener en todo momento una visión holística de nuestras sociedades en la que ninguna parte prevalezca o se vea penalizada con respecto a las partes en su conjunto. Así, trabajadores y empresas, colectivos acomodados y vulnerables deben entrar en un mecanismo armónico e inclusivo de sostenibilidad del Estado del bienestar sin mermar en ningún momento el bienestar del Estado como lugar común de convivencia, de la misma forma, para hacer un símil, en la que intentamos respetar el medio ambiente.
En todo momento, la deuda que se puede generar hoy no debe ser una carga para las futuras generaciones, sino una inversión, así como los fondos europeos garantizan el bienestar de las generaciones siguientes sin mermar la sostenibilidad de las cuentas públicas. En su momento, a través de las privatizaciones y el fomento de la competencia, Margaret Thatcher consiguió esta alquimia manteniendo bajo control los niveles de endeudamiento, cosa que no parece pasar en esta circunstancia en la que el hierro se derrite en mantequilla. Pero, sobre todo, la política ve fracasar su misión más importante, que es la de indicar el rumbo hacia el que tienen que encaminarse nuestras sociedades.
El caso de la nueva primera ministra británica parece enseñarnos múltiples lecciones, pero la más destacada es que el reciente avance de los populismos en este comienzo de década tiene en la sostenibilidad financiera el más importante baluarte. Lo que la política no pudo lo consiguió la economía y sobre todo, lo que el pasado nos dejó parece ser que el presente no es capaz de mejorar en este escenario de incertidumbre donde la única certeza parece ser la inevitable imprevisibilidad que la política nos reserva.
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