Artículo publicado en El Correo (16/10/2022)
«Mujer, vida y libertad» es el lema de las revueltas de las mujeres –y de muchos hombres– en Irán. Unas revueltas que se iniciaron tras el asesinato de la joven kurda Mahsa Amini a manos de la Policía tras una fuerte paliza por llevar mal puesto el velo. Miles de mujeres en Irán, muchas de ellas muy jóvenes, se han lanzado a las calles mostrando sus cabellos y quemando los velos, y muchas de ellas también están siendo asesinadas. La muestra de sus hermosas cabelleras, sus melenas al viento, atenta contra todo un sistema patriarcal autoritario que niega a las mujeres sus derechos fundamentales, empezando por la libertad de vestirse y de cubrir o no sus cabezas.
El velo simboliza la opresión. El velo simboliza la visión de las mujeres como algo pecaminoso, tentador, impúdico e imperfecto. Bien saben los dirigentes en Irán que la retirada del velo puede ser el inicio de la reclamación de otros muchos derechos y el cuestionamiento de todo su modelo opresor. Por el país circulan furgonetas de la Policía cuya misión es vigilar que no se incumplen los principios morales del régimen teocrático iraní.
Llevar mal puesto el velo es una afrenta a dicha moral porque hace visible a la mujer, porque muestra su cabello, símbolo de su singularidad y sexualidad, porque cuestiona los principios de un régimen injusto y la convierte en sujeto político. Cuán distinto es el significado de un símbolo en función del contexto. Las mujeres iraníes queman sus velos en aras de la libertad y denuncian como injusta la interpretación política de unos principios religiosos, mientras que las mujeres musulmanas en Europa reclaman el velo en aras de la libertad individual y de la identidad cultural. El mismo símbolo, el velo, que oprime en unos países, es símbolo de identidad (que no de emancipación) en otros.
Hace unas semanas, Máriam Martínez-Bascuñán escribía que, a pesar de las terribles consecuencias que la revuelta de las mujeres en Irán tenían para ellas, no podía dejar de pensar que también era un signo para el optimismo porque implicaba la lucha y la reivindicación. Es cierto que cualquier manifestación que confronte modelos de opresión debe ser celebrada, pero también debe ser apoyada.
La movilización social de estas valientes mujeres no se podrá mantener en el tiempo sin el apoyo de organizaciones nacionales e internacionales que les aporten estructura, financiación y una fuerte legitimidad. Admiro muchísimo la valentía con la que las mujeres en Irán, y también en Afganistán (sometidas a un régimen talibán que no les permite siquiera acceder a la educación), se lanzan a las calles, se manifiestan, se enfrentan a la Policía y a gran parte de la sociedad; cómo, a pesar de poner sus vidas en serio riesgo, envían fotos, mensajes y vídeos por las redes sociales.
El resto del mundo, sobre todo Occidente, sobre todo Europa, conoce de primera mano lo que está ocurriendo en Irán y en Afganistán y, sin embargo, la respuesta internacional es débil, casi imperceptible, más allá de las muestras de solidaridad que han llevado a cabo mujeres, muchas de ellas actrices, cortándose un mechón de pelo en señal de solidaridad con las reivindicaciones de las valientes mujeres iraníes.
Me temo que son bienintencionados gestos, pero muy insuficientes si no consiguen movilizar a los gobiernos europeos, si no consiguen que la respuesta internacional sea contundente y ponga en vilo a aquellos ejecutivos que niegan los derechos de las mujeres, que les impiden acceder a la educación, conducir, hacer deporte, viajar, y las obligan a cubrirse para invisibilizarlas. Es cierto que las prioridades y las urgencias en la política internacional ahora son otras. Sin embargo, no podemos ser tan hipócritas como para mirar para otro lado cuando se vulneran de forma tan flagrante los derechos de la mitad de la población, los derechos de las mujeres.
Es triste comprobar que muchos de los logros de los movimientos feministas y de las mujeres, muchos de los avances alcanzados, no llegan a consolidarse y se mantienen siempre sobre un fino filo, en equilibrio, sujetos a las diferentes rachas de viento económicas, políticas, ideológicas, en suma, sujetos a una agenda que no prioriza el interés de las mujeres y que solo eleva a categoría de importante o prioritaria una cuestión cuando el contexto es favorable.
Tenemos muchos ejemplos de la falta de consolidación de los avances en materia de igualdad entre mujeres y hombres. Uno muy cercano lo hemos vivido en Estados Unidos con la revocación por parte del Tribunal Supremo de la sentencia que avalaba y permitía la interrupción voluntaria del embarazo en los diferentes Estados norteamericanos. Otro ejemplo lo vemos en los discursos de la extrema derecha en Europa, ese feminacionalismo que defiende los derechos de las mujeres europeas frente a los de las mujeres migrantes, un discurso xenófobo a la vez que tradicional en la defensa de la familia y de la división sexual del trabajo, que sitúa a la mujer en el ámbito privado y ensalza la maternidad.
Los avances en materia de igualdad muchas veces se edifican sobre terrenos pantanosos, donde no ha habido un verdadero proceso de transformación social y de cuestionamiento de los valores machistas y misóginos. ¿Cómo explicar, si no, lo ocurrido en el colegio mayor Elías Ahuja en Madrid? Chicos gritando consignas basadas en la cultura de la violación y chicas banalizando lo ocurrido. Falla la socialización en valores de igualdad, falla la construcción social de las identidades de género. La base sobre la que queremos construir y sostener una sociedad igualitaria está todavía agrietada. Necesitamos importantes cambios estructurales y culturales.
Suelo decir que necesitamos una verdadera revolución cultural y, precisamente, revolución es lo que están viviendo y protagonizando las mujeres –y muchos hombres– en Irán bajo el lema «Mujer, vida y libertad». Sumémonos a la revuelta y gritemos en plural: «Mujeres, vidas y libertades».
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