Artículo publicado en El Correo (27/04/2023)
El Congreso aprobó recientemente el texto definitivo de la Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU). Se trata de una ley marco, de forma que cada universidad, en sus estatutos, podrá decidir cómo se gobierna y cómo gestiona su actividad. Ciertamente, al ser ley orgánica, contempla temáticas que han sido consultadas y discutidas en muchos ámbitos: la elección del rector, la internacionalización, la investigación, la revisión de las categorías laborales, la temporalidad, el ‘derecho a la huelga’ de los alumnos, la gestión de la calidad, entre otras.
Me centraré en la parte de la ley que hace referencia a la financiación de las universidades. Este apartado tiene repercusión directa en dos ámbitos. Por un lado, en el uso eficiente de los recursos públicos. Por otro, en la también delicada cuestión de la distribución de las rentas: cómo afecta el sistema universitario y sus resultados a las personas y familias con distinto nivel de renta.
La nueva ley establece la «recomendación» (en los borradores era «obligación») para los gobiernos autonómicos de destinar, en 2030, el 1% de su PIB a tal fin. De forma paralela y, a mi juicio inaudita, se prohíbe que las comunidades autónomas suban las tasas académicas en el futuro. Solo podrán mantenerlas o reducirlas. Como cualquier lector entenderá, esto va a suponer una mayor presión sobre las cuentas públicas, y en las circunstancias actuales, un mayor déficit e incremento de la deuda.
Recordemos que, en las universidades públicas, las tasas que pagan los alumnos no llegan a cubrir el 20% de los costes reales, financiándose el resto con impuestos. Dichos costes son iguales para todas las familias, con independencia del nivel de renta.
Han sido numerosos los estudios sobre el tema en los últimos años. Por ejemplo, ya en 2010, el trabajo ‘Propuestas para la reforma de la universidad española’, publicado por la Fundación Alternativas, con el patrocinio del grupo parlamentario del PSOE en el Congreso, y coordinado y editado por el profesor Daniel Peña de la Universidad Carlos III, ya sugería algunas ideas muy interesantes. Así, en el apartado de medidas para mejorar la financiación de las universidades, proponía ligar ésta al número de estudiantes, a la calidad y a los resultados conseguidos. Y añadía que «el sistema de tasas bajas para los estudios de grado no es necesariamente equitativo y no incentiva la calidad ni el esfuerzo de los estudiantes.
Hablaba también de vincular esas tasas al rendimiento y la situación económica del estudiante, e incluso de llevar el pago hasta el 70% del coste real de la enseñanza, a partir de un límite de convocatorias para aquellos que, contando con recursos económicos, quisiesen continuar los estudios. Todo ello complementado con un mejor sistema de becas, que hicieran accesible la universidad a todas las personas capacitadas.
En 2017, el ‘Informe Montalvo’ de la Universidad Pompeu Fabra, sobre el caso de las universidades catalanas (que habían tenido las mayores, subidas de tasas de todo el Estado, duplicando la matrícula en algunos casos), concluía que, habiendo permitido el acceso de todos los alumnos interesados y capacitados, por medio de un mayor incremento de las becas (que además había generado una mejor distribución de la riqueza), se había conseguido una mejora de la salud financiera de las universidades y el alumnado había mejorado notablemente el rendimiento académico.
Otro estudio de la Universidad de Granada (Manual Salas Velasco, 2019), publicado en la revista ‘Higher Education’, demostraba que el alumnado de la universidad española había incrementado su rendimiento tras la subida de tasas de los años anteriores, y que, además, los mejores datos correspondían a aquellas universidades con tasas más elevadas.
Esos resultados eran consistentes con los datos a nivel europeo, y destacaba el caso de Reino Unido, donde tienen un modelo de tasas altas, más becas en función de la renta y un sistema de préstamos ‘al honor’; y consiguen que un 72% de sus estudiantes universitarios terminen sus estudios en los plazos previstos, frente al 49% en nuestro caso. Allí creen que el Estado tiene más obligación de financiar la investigación que la docencia y que, en ésta, debe hacer accesibles los estudios a todos los estudiantes, como de hecho lo consiguen por las vías citadas.
Las dos cuestiones, las cuentas públicas y la distribución de rentas, unidas a la calidad misma de las universidades, quedan afectadas por esta LOSU. La máxima implícita en estas decisiones es que reducir al máximo las tasas de la universidad es una política «social». Los estudios empíricos y las experiencias conocidas demuestran lo contrario y que, además, se ponen impedimentos a la mejora de las universidades por falta de recursos.
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