Artículo publicado en El Correo (11/06/2023)
Según la mitología griega, Procusto (o Damastes, Polypemon o Procoptas) fue un bandido, hijo de Poseidón, que vivió en Grecia, en la Ática, en el camino de Atenas a Eleusis y que ofrecía hospedaje a los caminantes. Según la versión más extendida de la leyenda, tras una suculenta y amistosa cena invitaba al huésped a tumbarse para descansar en un lecho de hierro, al que lo sujetaba para inmovilizarlo. Si su estatura era inferior a la longitud de la cama, estiraba sus extremidades –Procusto, ‘el estirador’– hasta descoyuntarlo y ajustar su estatura a la cama. Si su estatura era superior al tamaño de la cama, cortaba sus piernas de forma que no sobresalieran.
Fue Teseo quien, en una de sus memorables hazañas, dio muerte a Procusto, precisamente con el mismo método que él utilizaba con sus huéspedes. Lo amarró al lecho y con un hacha le cortó la cabeza, que sobresalía.
La leyenda de Procusto se convierte en una metáfora aplicable a la realidad personal y social. De modo general, se refiere a la estandarización o creación de normas e instituciones arbitrarias que fuerzan a los individuos a mostrar su conformidad y a encajar en ellas. Una forma controladora e inflexible –Damastes, ‘el controlador’ o ‘el avasallador’– de actuar, de negar la pluralidad y de buscar con cualquier medio la uniformidad.
En ‘La carta robada’, de Edgar Allan Poe, el detective C. Auguste Dupin utiliza el término ‘ p r o c u s t i a n o’ para referirse a la actuación de la Policía de París, con una teoría impecable sobre el delito cometido –el robo de la carta–, pero rígida, miope y poco práctica. El adjetivo ‘procustiano’ se aplica también en matemáticas a un método de análisis estadístico en el que, de algún modo, se fuerza a los datos empíricos a encajar en una estructura o matriz justificada teóricamente.
El escritor libanés Nassim Nicholas Taleb, en el prólogo de su libro de aforismos titulado precisamente ‘El lecho de Procusto’, señala la tentación del ser humano de afrontar la limitación de su conocimiento «embutiendo la vida y el mundo en ideas claras y trilladas, en categorías reduccionistas», en ocasiones con consecuencias nefastas. Exhorta a no actuar «como sastres que se enorgullecen de haber entregado un traje perfectamente ajustado, tras alterar quirúrgicamente las extremidades de sus clientes».
En la ciencia, la tentación procustiana, en la que algunos científicos incurren, consiste en seleccionar y modificar los datos empíricos, tal vez de forma inadvertida, para que encajen en el ‘lecho’ de su teoría. En lugar de que sean los hechos los que construyan la teoría, es la teoría la que construye los hechos. Con frecuencia, sin embargo, «los hechos son tozudos» y se rebelan contra estas ideas preconcebidas.
Las ciencias de la salud, como las otras ciencias, utilizan la generalización y la estandarización de procedimientos para progresar. Pero no deben olvidar que su objetivo prioritario ha de ser poner sus conocimientos y práctica al servicio del paciente concreto, evitando deslices o ajustes procustianos. Porque tan importante –o más– que conocer la enfermedad que tiene la persona es tener en cuenta a la persona concreta que tiene la enfermedad. Algo semejante se puede aplicar al sistema educativo, en su planificación y en su ejecución. Y a otros ámbitos de la vida social, como la tiranía de la moda, la conformidad ciega y acrítica con el grupo… Procusto utiliza en la actualidad diferentes disfraces e incluso es posible que habite dentro de nosotros.
Se ha descrito también el síndrome de Procusto, no validado empíricamente, algunas de cuyas características son: mostrar una actitud dominante, controladora y arrogante, tal vez para compensar unos sentimientos de inferioridad inadvertidos; ser intolerante con las diferencias, pues se considera único y la medida de todo; y deformar la realidad en beneficio propio, entre otras.
En general, Procusto se manifiesta en esa fuerza oscura que lleva a algunas instituciones a forzar arbitrariamente el ajuste y la conformidad total. Lo mismo en las actitudes de algunas personas, que buscan la uniformidad, caprichosamente definida, de las demás personas y expresan su intolerancia a lo que difiere de lo que les dictan su estrechamente o sus intereses egoístas.
La máxima ‘El hombre es la medida de todas las cosas’, que el filósofo griego Protágoras de Abdera pronunció hace unos dos milenios y medio, puede extenderse al hecho de que el ser humano, en su singularidad y diversidad, ha de ser el patrón y la finalidad de las instituciones, así como de la actitud hacia las demás personas.
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