Artículo publicado en Deia (22/10/2023)
Comparar es tan peligroso como necesario. Es terreno resbaladizo porque fácilmente nos lleva a asimilar situaciones que son diferentes y establecemos paralelismos que parecen lógicos pero que quizá no lo sean. Por otro lado, comparar se hace inevitable: aunque los mismos criterios aplicados a situaciones diferentes pueden ofrecer conclusiones diferentes, deberíamos velar por cierta consistencia cuando hablamos de principios y, en el ejercicio de comparar, nos aseguramos de que no los vamos cambiando según la oportunidad.
A todos se nos da bien denunciar las contradicciones –reales, imaginadas o proyectadas– de los demás. Lo verdaderamente interesante es repasar lo que uno mismo dijo ayer y comprobar hasta qué punto se basaba en principios auténticos y no se trataba de proclamas que hoy preferimos evitar porque, como le pasaba a Groucho, tenemos otros principios calentando en la banda.
Por eso he querido repasar los cuatro artículos que hace unos meses publiqué aquí con motivo del primer aniversario de la agresión de Ucrania titulados Doce meses de lecciones (I-IV). Las lecciones que nos parecen más pertinentes en un contexto pueden serlo solo de modo secundario si miramos a otro, pero en todo caso, si aspiramos a cierta consistencia, deberían al menos sostenerse en conjunto.
En aquella ocasión elegí seis lecciones. La primera se titulaba “La historia cuenta” y decía que “la historia no es pasado, sino presente que modela visiones, crea proyectos colectivos y moviliza recursos incluso militares. Observamos el decisivo rol de la memoria como creadora de un discurso y un sueño que puede hacernos caminar hacia la vida o hacia la muerte. (Debemos) respetar la historia acercándonos a ella –la nuestra la primera– con pasión, pero con espíritu desmitificador. Es menos emocionante, pero genera mejor futuro”.
La segunda lección dirigía su atención a “la insensibilidad ante la crueldad como indicador. Esta indiferencia moral debería ser nuestro medidor ético primero y servirnos como criterio político básico”. La tercera defendía que “lo que hace grande a un país es cada vez menos el valor de sus recursos materiales y más el de sus ideas y conocimientos. El mundo se mueve más y más por intercambio de complicidades. Quien queda fuera pierde”. La cuarta afirmaba que para situarse ante un conflicto “la humildad y la prudencia son imprescindibles. Reducen el riesgo de hacer afirmaciones demasiado atrevidas de las que uno puede luego arrepentirse. Y permite que, una vez confirmado que nos hemos equivocado, podamos al menos reconocérnoslo a nosotros mismos y no insistir en el error. Solo aceptando nuestros fallos podemos aprender.”
La quinta lección insistía en que “es precisamente en situaciones de conflicto cuando más necesidad tenemos de criterios jurídicos que nos ayuden a diferenciar lo correcto de lo incorrecto, lo justo de lo injusto, lo legítimo de lo ilegítimo, lo legal de lo ilegal. Y necesitamos igualmente instituciones que apliquen, respetando las reglas de juego dadas, estas normas. Por eso el papel de la ONU –y de los tribunales internacionales– es clave para establecer la interpretación de los principios jurídicos de la comunidad internacional basados en la Carta de la ONU, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los tratados.” La sexta y última repasaba el viejo debate sobre el equilibrio entre resistir el mal o sufrirlo y cómo, en cualquier caso, el uso de fuerza como última ratio debe ser siempre interpretado de un modo muy restrictivo.
Cada situación crea sus propias reflexiones prioritarias y por eso, más interesante que repasar las lecciones de otro caso, sería buscar las específicas que cada ocasión nos enseña. Pero, para evitar jugar a ser Groucho, conviene previamente comprobar si los principios que defendimos ayer sobre un conflicto (pongamos Ucrania) nos siguen pareciendo, mutatis mutandis, sostenibles pensando en una nueva situación (pongamos Palestina). En caso contrario, no eran ni principios ni lecciones, sino discurso.
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