Artículo publicado en El Correo – edición impresa (28/11/2023)
Los acontecimientos de inicios de octubre en la Franja de Gaza y su entorno van a marcar un hito en la historia del Estado de Israel. Me cuesta no empezar hablando de la impresionante tragedia humana a la que estamos asistiendo. Pero la reflexión es importante para entender y actuar. Lo que está sucediendo no es una escaramuza más, ni otra intifada, ni una nueva incursión en Líbano (aunque todo puede suceder) y supera con mucho la guerra del Yom Kippur de 1973. No es un hito más porque saca a la luz la evolución del Estado de Israel, por la repercusión internacional, por las incógnitas que plantea y -es el punto que más quiero resaltar- porque afecta al judaísmo como tradición cultural y religiosa.
‘Hito’ expresa ruptura histórica y novedad. El primer gran hito del Estado de Israel fue su fundación en 1948 por convergencia del interés de los países occidentales por buscar una solución para los judíos tras la inmensa tragedia del Holocausto con el movimiento sionista que buscaba establecer un Estado para los judíos. El movimiento sionista, con Ben Gurion como primer ministro, era laico y socialista y con el deseo de llegar a ciertos acuerdos con los palestinos. Existía un pequeño grupo, llamado el ‘sionismo desviacionista’, de derechas, pero implacable con los árabes. El líder de este grupo, Jabotinsky, escribió un manifiesto cuyo título lo dice todo: ‘El muro de hierro: los árabes y nosotros’. Todo el sionismo suponía alejarse del judaísmo rabínico, heredero de la tradición judía tras la catástrofe de la guerra con los romanos (año 133), centrado en el estudio de la ley, y que aborrecía del mesianismo terrestre por las consecuencias funestas que había acarreado al pueblo judío.
El segundo hito de la historia del Estado de Israel fue la Guerra de los Seis Días de 1967. En una operación relámpago, el Ejército israelí se apoderó de la parte oriental de Jerusalén, de los territorios jordanos al occidente del río Jordán, de los altos sirios del Golán y del Sinaí egipcio. Significaba volver a las fronteras míticas del tiempo de David. Aquello suscitó emociones muy fuertes y desató un nacionalismo radical y expansivo. Como dice Amos Oz, sionista laico y de izquierdas, «el toque del sofar en el Muro Occidental al final de la Guerra de los Seis Días dejó escapar el genio de la botella».
El problema se planteaba en torno a la actitud a adoptar respecto a los territorios conquistados y a la población palestina. El Derecho Internacional y las declaraciones de la ONU exigían, tras los acuerdos pertinentes, la devolución de los territorios. Su carácter programáticamente democrático obligaba a Israel a cumplir este mandato, pero para una mentalidad sionista se hacía muy difícil renunciar a unos territorios que en el imaginario judío formaban parte del corazón de Israel. El sionismo de derechas, el Likud de Netanyahu -heredero de Jabotinsky- y un nuevo sionismo religioso, extremadamente radical y violento, afirmaban claramente que el pueblo judío tenía un derecho o histórico o divino sobre estos territorios y esto era mucho más decisivo que cualquier mandato humano. Se dio un corte en el movimiento sionista y el comienzo de un proceso que le ha convertido en un movimiento político extremista. La política con los territorios ocupados ha sido de ocupación y de expulsión de la población, a veces con disculpas jurídicas y otras por la fuerza.
La guerra de Gaza es la venganza terrible y cruel contra un atentado salvaje sin atenuante alguno de unos terroristas antijudíos y anticristianos. Es un hito en la historia del Estado de Israel porque sale a la luz el proyecto del neosionismo: pasar de la ocupación a la anexión, lo que ya se da de hecho, pero que probablemente acabará haciéndose oficial. Se está aprovechando la guerra de Gaza para acelerar la colonización de Cisjordania, que es el territorio que, en realidad, les interesa. A los palestinos se les confina en enclaves pobres, aislados y cada vez más pequeños, de modo que hablar de la solución de ‘los dos Estados’ es retórica vacua.
El conocidísimo historiador judío Noah Harari, profesor de la Universidad de Tel Aviv y ateo confeso, en un artículo muy reciente afirma que el Segundo Templo fue destruido por el fanatismo religioso de los celotes, que, levantando a los judíos de Tierra Santa en armas contra los romanos, les embarcaron en una aventura mortal. El posterior judaísmo de la Misná y del Talmud rebrotó de las cenizas, aún ardientes, que dejaron los celotes tras su desaparición. Pero la tercera destrucción es diferente y se pregunta: «¿Pero si esta vez los celotes tienen éxito y crean un Estado mesiánico que destruye la democracia israelí y persigue a los árabes, y a los laicos, y a las mujeres, y a los LCBTQ? ¿Y si este Estado adopta una ideología racista de la supremacía judía y gracias a sus armas nucleares y a su industria cibernética consigue evitar durante un tiempo su destrucción política y económica? Si esto llega a suceder, el judaísmo se enfrentaría a una destrucción sin precedentes, a una destrucción espiritual… Imaginémonos un mundo en el que judaismo es sinónimo de fanatismo, racismo y opresión brutal. ¿Podría el judaísmo sobrevivir a semejante destrucción espiritual?».
Leave a Reply