Artículo publicado en Expansión (19/03/2024)
Recibo un mensaje de WhatsApp de alguien a quien admiro mucho. Trabaja en una empresa internacional. Me saluda como siempre, con cariño genuino. Y me dice: “Adela, he leído una entrevista donde afirmas que para liderar hay que ser buena persona”. Observo que deja de escribir tras esa frase. Conozco sus circunstancias profesionales; sé que en su trabajo no sólo no sacan lo mejor de él, sino todo lo contrario. Su queja no es fruto de falta de motivación intrínseca. Es más dolor que se torna en cobardía por no dar un paso al frente, o quizás es incapacidad o que se ha rendido. O es no poder por circunstancias que, en muchos casos, los demás desconocemos…
Continúa el mensaje. Para. Retoma. Y siento, de pronto, una enorme complicidad; siento que sé lo que viene. Y llegan las preguntas: “¿Lo crees de verdad? ¿Consideras que para ser un buen líder hace falta ser buena persona? ¿No piensas que el mundo está lleno de personas malas, sin valores, con un narcisismo descontrolado, sin remordimientos, que gestionan empresas e incluso países? Las respuestas necesitan mucho más que una conversación a golpe de tecla. Hablar de la importancia de ser buena persona no es el inicio de una conversación desde el buenismo: es la convicción de que un liderazgo humanista, que cree y se centra de manera genuina en las personas, es esencial.
Planteémonos por qué ahora. Como los alquimistas anhelando desvelar conocimientos relacionados con el espíritu, la materia, la vida y la naturaleza, la fórmula perfecta del liderazgo es un bien más que preciado y, sin duda, muy buscado. Durante décadas el liderazgo ha sido diseccionado, analizado y estudiado desde diferentes posturas y enfoques. No tengo la certeza de si ahora es más necesario que nunca; quizás siempre fuera así, pero desde luego en este tiempo de fuga de talento, de necesidad de cuidado en salud mental ante datos que hacen cambiar la mirada, de búsqueda en el equilibrio entre vida profesional y la personal, de optimismo trágico… quizás sí es momento de aspirar y pedir algo más por parte de quien nos capitanea.
Estamos inmersos en una gran transformación digital, en un tiempo en el que la palabra ética va unida a inteligencia artificial en frases y en deseos; en una necesidad acuciante de entender que las empresas tienen que ser más humanas a pesar de ser más digitales. Actuar desde otro enfoque, centrado en el bienestar, el compromiso social, la resiliencia y el acompañamiento en la lucha tenaz con y contra la autoridad sin razón, la generación de estrés como pretendida herramienta de productividad y el bucle infernal del presentismo, de estar sólo para ser visto.
La importancia de avanzar
Una revisión de conceptos y diferentes estilos de liderazgo nos deja un dato claro: la enorme cantidad de referencias que existen al respecto, buscando de manera persistente captar la esencia, encontrar los ingredientes principales para la mejor manera de liderar y hallar la cantidad y proporción exacta de cada soft skill requerida.
Y, como el propio mundo, también hay una cosa clara a pesar de la complejidad de aunar criterios sobre el término: el liderazgo evoluciona. Y debe precisamente hacer eso, mutar, transformarse y adaptarse a nuevas realidades, necesidades, entornos y contextos. Es aquí donde surge el quid de la cuestión: qué pasa cuando la persona que lidera equipos no es consciente de la importancia de avanzar, de adaptarse. Puede que, entregada al intenso quehacer diario, considerando que el camino ya está hecho o quién sabe si dominado por un ego que hace tiempo dejó el entendimiento dormido, el directivo a veces simplemente deja de ver. Y me temo que sin mirar más allá se deja de comprender, de entender y, por tanto, se deja de liderar.
Como en un laberinto, adentrarse en el mundo del liderazgo tiene algo de especial, algo de mágico para quien no busca pócimas ni proporciones, sino que anhela escenarios que inviten a una reflexión y una mirada interna, que, aunque incómoda y a veces perturbadora, se revela decisiva en el viaje de avanzar.
De una manera teórica y un tanto abstracta, cualquiera puede comprender la importancia de una persona motivadora e inspiradora en todos los niveles y etapas de la vida. Como el estribillo de la canción de verano que se cuela sin permiso. Como el recuerdo de un padre o madre que nos impulsaron, unos maestros que nos alentaron, alguien que creyó en nosotros.
También hace falta la presencia de alguien que sepa motivar en el mundo empresarial, capaz de escuchar, que resulte admirable, no como a un superhéroe, sino como a una persona que sabe hacia donde ir junto a su equipo.
Más allá de teorías, principios y reglas, este mundo cambiante en el que habitamos necesita y reclama una reflexión individual y global, requiere de un nuevo estilo de liderazgo, coherente, humanizado y humanista, con cabeza y fuertes dosis de corazón. Centrarse en el conocimiento técnico y teórico no ha-
rá más que entorpecer si no sumamos la importancia del propio conocimiento de las emociones. Comencemos por aprender a gestionarnos para poder gestionar, porque, como decía Sócrates “el camino más noble no es someter a los demás, sino perfeccionarse a uno mismo”. Why now? Quizás porque ese aquí y ahora pueda ya sonar a urgencia. Quizás porque mi amigo y tantas personas que se hacen esas preguntas siguen a la espera de más que un mensaje, siguen a la espera de un cambio que no llega.
Un buen líder, concebido desde las exigencias actuales, tiene que saber gestionarse, para poder gestionar a su equipo.
Como decía Sócrates, “el camino más noble no es someter a los demás, sino perfeccionarse a uno mismo”.
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