Tenemos la responsabilidad de promover herramientas que ayuden a los estudiantes a levantarse cuando tropiecen.
Artículo publicado en El Correo (03/08/2024)
En la primavera de 2020 padecimos una de las mayores amenazas, hasta entonces conocidas, que nos llevó a reaccionar con carácter de emergencia, en todos los ámbitos de nuestra vida. La demanda de ingresos hospitalarios creció con una progresión que desbordó cualquier previsión de los sistemas sanitarios para poder atenderla. La extensión de los contagios nos sorprendió sin respiradores, pruebas diagnósticas o protocolos contrastados. Nos moríamos. Se tomaron decisiones precipitadas que acatamos sin cuestionar porque había que ‘sobrevivir’. Y lo hicimos.
Algunos no olvidamos esos días, aunque a muchos les haya faltado tiempo para borrarlos de su memoria, dando la impresión de que poco o nada se aprendió de la experiencia. Deseamos volver a la normalidad, como si nunca hubiera ocurrido, pero nada más lejos de la realidad. Hablemos del elefante que está en la habitación y no se nombra.
Como John Donne recitaba en el siglo XVI, «No man is an island». Crecemos a partir de la satisfacción de necesidades de relación que deben ser cubiertas a lo largo de nuestra vida. Pero durante los meses que duró el estado de emergencia la posibilidad de hacerlo se vio suprimida o distorsionada. Todos sufrimos el impacto de las restricciones y nos vimos obligados a descender dos pisos en nuestro estado de bienestar. Pero unos vivíamos en un quinto, otros en el primero y otros en la planta baja, y mientras que algunos pudimos permitirnos ese desgaste, otros que ya transitaban con lo justo… no.
A algunos adolescentes con dificultades para conocer a gente les recomendamos que se quedaran en casa; a quienes luchaban contra la imagen que les devolvía el espejo les quitamos el deporte y les encerramos con la nevera llena; a quienes se quedaron aisladas de sus amigas por los cambios de clase las metimos en un grupo burbuja para que no pudiera verlas ni en el recreo; y a quienes todavía no les tocaba iniciarse en las redes, los juegos en línea y las videollamadas les regalamos un móvil con uso de tiempo ilimitado.
Los tutores universitarios contemplamos con preocupación las consecuencias que, de manera creciente, detectamos entre nuestros estudiantes (ansiedad social, cortes, trastornos de la alimentación, ‘bullying’, depresión, vacío existencial, migrañas recurrentes…), conscientes de que solo vemos la punta del iceberg.
Pero los resultados recogidos por Joan Subirats, al amparo de los ministerios de Universidades y Sanidad, nos urgen a enfrentar el problema y activar medidas adecuadas y extraordinarias que den respuesta a una dura realidad que está afectando a una juventud que compondrá, en breve, una importante proporción del capital humano de nuestra sociedad.
Según dicho trabajo, uno de cada dos estudiantes muestra síntomas depresivos y de ansiedad moderada o grave, uno de cada cinco mantiene ideas suicidas y el 17% declaró que se le habían prescrito tranquilizantes, ansiolíticos, antidepresivos en el trimestre anterior.
No se trata de estigmatizarles como una generación débil, que no resiste la adversidad, sino de comprender la carencia relacional a la que se vieron sometidos en un momento decisivo de sus vidas y proporcionarles recursos que les permitan desarrollar competencias para poder enfrentarse a su
etapa universitaria y a la vida.
La L0SE 2/2023 vuelve a subrayar el valor de las tutorías, diferenciadas del acompañamiento académico de las asignaturas que, desde la confianza, la comprensión y la relación, favorezcan climas que permitan que afloren dichas preocupaciones, pero alienta también a que se pongan en marcha recursos que promuevan el bienestar.
El trabajo de Corey Keyes nos da alguna pista al respecto. El rol de las universidades no se debe centrar solo en identificar, abordar o derivar los problemas de salud mental de sus estudiantes, sino en promover iniciativas que contribuyan a cultivar su salud y el bienestar psicológico y social. La investigación en psicología ha demostrado que poner el énfasis en las emociones positivas, las fortalezas personales, la gratitud, el perdón, encontrar sentido a lo que hacemos o recuperar la esperanza y la iniciativa sobre nuestras vidas tienen un efecto compensador frente a los estímulos que amenazan la salud mental. Y poseemos evidencia científica de ello.
Las universidades tenemos una importante responsabilidad en la promoción de la salud mental, desarrollando iniciativas que contribuyan a prevenir, proteger y promover en los estudiantes herramientas y recursos que les permitan levantarse cuando tropiecen y motivarse cuando tengan que volver a empezar. Ese debe ser nuestro compromiso ante una generación a la que, en el momento crítico de la adolescencia, se le privó de la oportunidad de vivir las experiencias necesarias para desarrollarlas por sí mismos.
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