Artículo publicado en Deia (01/09/2024)
En otras ocasiones hemos hablado en esta columna del impacto de nuestra cesta de la compra y de los hábitos de consumo alimentarios de cada uno en el paisaje de nuestro país. Si no consumiéramos queso Idiazabal, por poner un ejemplo muy concreto, parte de nuestro paisaje de montaña sería distinto. Si no consumiéramos vino de Rioja Alavesa, por poner otro ejemplo, su paisaje de viñedos desaparecería y con él una cultura y una forma de vivir y cuidar el territorio. Cada paisaje tiene sus valores asociados, su economía, su empleo, su forma social. Nuestros paisajes son, en su inmensa mayoría, paisajes culturales. Incluso en los bosques más aparentemente recónditos e intocados que hayamos paseado estas vacaciones, podemos ver con frecuencia los rastros de una cultura de aprovechamiento maderero, con sus trasmochos característicos en robles o hayas que nos hablan de la industria naval, de las ferrerías, del carbón o de la primera revolución industrial.
Nuestros hábitos de consumo inciden también en nuestro paisaje urbano. Y aquí el paralelismo con lo anteriormente dicho sobre el paisaje natural es total, puesto que un paisaje urbano significa una política social, una forma de empleo, una manera de convivir, un uso del espacio público e incluso una política de seguridad.
Nuestros pueblos, barrios y ciudades tienen, en general, unas calles por donde transita la vida ciudadana. Son espacio de encuentro, de juego para los niños, de paseo para los mayores. Son lugares de convivencia y seguridad. Son ágora, espacios de ciudadanía activa. Son un modelo de sociedad que, supongo, la mayoría de nosotros apreciamos y queremos cuidar.
Vivimos en tiempos de huida de la responsabilidad personal y, ante cualquiera de los temas tratados, volvemos la mirada a las administraciones públicas, como si todo dependiera de ellas. Pero no menor es la responsabilidad de la ciudadanía, de cada uno de nosotros.
El Observatorio del Comercio de Euskadi ha publicado esta semana, y a eso quería llegar, el Informe de Estructura del Comercio Vasco correspondiente al año pasado. Euskadi ha perdido en 10 años más de 5.000 comercios minoristas, pasando de los 27.708 de 2013 hasta los 22.050 de hoy. Hemos pasado de 12,72 comercios por mil habitantes a 9,94. Estamos a la cola de densidad de comercio minorista en el Estado, solo por encima de La Rioja. Pero aún así permanecemos por encima de la media europea, porque en esto también hay dos Europas. Una Europea central y del norte, con menor vida en las calles y menor comercio minorista (Suiza, Dinamarca o Finlandia a la cola), y otra mediterránea (Chipre, Italia o Malta a la cabeza).
Entre los mayores municipios de Euskadi, la densidad de comercios por habitantes más alta (más de 12 comercios por mil habitantes) se da en tres guipuzcoanos (Tolosa, Donostia y Zarautz). Entre los municipios de menor densidad de comercios (menos de 2,5 por mil), los más poblados son vizcainos (Maruri-Jatabe, Gautegiz Arteaga, Gatika, Lemoiz, Busturia…).
El comercio minorista da a nuestras calles vida, limpieza, alegría, empleo, servicios y seguridad. Su vitalidad depende, sobre todo, de nuestros hábitos de consumo. Somos nosotros los que, comprando en grandes superficies o por plataformas online internacionales directamente productos de lejanas procedencias, elegimos nuestro modelo de pueblo, ciudad, barrio y país. La supervivencia y vitalidad de las librerías en nuestras calles, por poner un ejemplo, depende más de cada uno de nosotros que de cualquier política pública de apoyo que el gobierno quiera impulsar (siendo estas muy importantes).
Ahora nos toca a quienes tenemos hijos hacer las compras de inicio de curso (desde bolis y libros hasta mochilas y calcetines). Dónde consumir no es una decisión irrelevante o neutral. Es una buena oportunidad para definirnos y hacer –o no hacer– comunidad.
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