Frente a la actividad frenética resulta imprescindible detenerse a pensar para dar sentido a la acción.
Fuente: Empresa XXI
Fecha de publicación: 15/07/25

Vivimos rodeados de estímulos, datos, urgencias y ruido. Vivimos, también, con ideas sueltas que flotan en nuestra mente como piezas dispersas de un rompecabezas sin marco. Pensar, de verdad, no es simplemente tener ideas: es aprender a ordenarlas, a priorizarlas, a darles un lugar y una relación entre sí.
No es casualidad que la palabra logos signifique tanto “palabra” como “razón”: solo cuando las ideas se dicen (o mejor, se escriben) con sentido, empiezan a tenerlo. Como explica Xavier Marcet, “pensar es pasar del ruido a la música”. Una sinfonía no nace del azar, sino del esfuerzo de conectar lo que parecía desconectado, de dar forma a lo confuso, de distinguir lo relevante de lo accesorio.
Sherlock Holmes sabía hacerlo. No triunfaba por tener mejor memoria, sino por saber observar, descartar, relacionar. Su mente era un laboratorio del orden. Aunque Holmes también encontró sus límites en Irene Adler, la única capaz de desestabilizar su lógica implacable. Porque ordenar no significa eliminar la sorpresa; al contrario, el buen pensamiento deja espacio para lo inesperado. Para la intuición, la ambigüedad, incluso la contradicción.
En las organizaciones sucede lo mismo. Las grandes decisiones rara vez fracasan por falta de datos: fracasan por no saber qué hacer con ellos. Por no haber creado espacios donde pensar sea posible, donde se pueda hablar con claridad, sin estar atrapados en la inercia de las presentaciones, los
dashboards y los relatos precocinados. Demasiado a menudo confundimos análisis con pensamiento, como si acumular gráficas fuera lo mismo que comprender.
Pensar bien exige detenerse. Requiere tiempo, silencio, distancia. Lo he comprobado una y otra vez en mi vida profesional: las mejores ideas no nacen en las reuniones frenéticas, sino en los paseos sin reloj, en una conversación serena o en el contacto con la naturaleza. Hay algo en el bosque, en la montaña o en el mar, que nos ayuda a ordenar lo que antes parecía caos. La naturaleza no nos da respuestas, pero sí que nos ayuda a escuchar mejor nuestras preguntas.
A veces, basta con escribir. No para mostrar, sino para entender. Porque cuando uno escribe, obliga al pensamiento a ponerse en fila. Las frases mal construidas no son solo errores de estilo: son síntomas de ideas aún inmaduras. Y al releer lo escrito, descubrimos lo que aún no sabíamos que pensábamos. Escribir nos confronta con la verdad de nuestras intuiciones. Este esfuerzo por ordenar no es solo personal: las organizaciones también necesitan encontrar sus propios modos de pensar. He visto empresas renacer estratégicamente porque, en lugar de correr hacia el siguiente hito, se detuvieron a aclarar su marco, a redibujar su mapa. Como el jurado de “12 hombres sin piedad”, que empieza repitiendo clichés justicieros pero termina desmontándolos gracias a una reflexión colectiva, honesta y valiente que crea las condiciones para hacer Justicia. Pensar, también en grupo, es un ejercicio que transforma.
Ese tipo de pensamiento colectivo requiere otra cosa que escasea: tiempo compartido de calidad. Hoy abundan los entornos en los que pensar resulta incómodo. Donde lo importante es ejecutar rápido, seguir la línea, presentar resultados. Y así, el pensamiento se reduce a lo urgente, se convierte en reacción en lugar de reflexión. No sorprende que, en muchos comités de dirección, se escuche más a las presentaciones que a las personas. Las preguntas de verdad, las que incomodan, a menudo se quedan fuera de la sala.
Pensar bien, ordenar lo que vivimos, escribir lo que intuimos, escuchar sin prisas… todo esto no es un lujo. Es, quizá, lo más productivo que podemos hacer. En lo personal y en lo profesional. Porque las mejores decisiones no surgen de la velocidad, sino de la claridad. Y la claridad solo llega cuando nos damos permiso para pensar.
Umberto Eco recordaba que escribir es una forma de pensar con método. En
El nombre de la rosa, convierte la biblioteca en el verdadero escenario del pensamiento: un lugar donde las ideas no se imponen, se buscan. El conocimiento no es acumulación, sino navegación entre signos, dudas y conexiones. Porque, si no ordenamos nosotros nuestras ideas, si no navegamos el mar de nuestras dudas, alguien lo hará por nosotros. Y no siempre buscará el bien.
gdorronsoro@zabala.es
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