Pensar es ordenar, atreverse con valentía y con humildad, es escuchar, inventar y, en el fondo, un acto de esperanza

Artículo publicado en Empresa XXI (01/10/2025)
Pensar es también atreverse a imaginar un futuro diferente. Proyectarse más allá del ahora. En un mundo que premia lo inmediato, lo medible y lo ejecutable, la imaginación puede parecer un lujo. Pero no lo es. Es, de hecho, uno de los actos más potentes de pensamiento estratégico. Einstein lo enunció con la claridad que le caracterizaba: “La imaginación es más importante que el conocimiento”. Porque el conocimiento nos habla de lo que ya es, pero la imaginación nos abre la puerta a lo que aún no existe, a lo que puede llegar a ser.
Pensar con imaginación no significa fantasear, sino permitirnos explorar lo no evidente. Implica la audacia de formular nuevas preguntas, de cambiar los marcos de análisis, de concebir alternativas en lugar de resignarnos a lo que ya está en marcha. Significa ensayar futuros.
Ya os he contado alguna vez que, en la novela Fundación, Isaac Asimov imagina una ciencia capaz de anticipar los movimientos históricos a gran escala: la psicohistoria. Su protagonista, Hari Seldon, no buscaba adivinar lo inevitable, sino reducir la incertidumbre con inteligencia colectiva, con visión y método. Pensar, en ese mundo ficticio, era un acto de salvaguarda civilizatoria. Fue uno de los primeros en imaginar robots conviviendo con los seres humanos, algo que ya no parece tan lejano ¿verdad?
El pensamiento estratégico tiene mucho de anticipar, y sorprender con un movimiento inesperado, como en una partida de ajedrez. También aceptar que no todo puede preverse, y que hay belleza en lo inesperado. Como descubre Beth Harmon en Gambito de Dama, el ajedrez, como la vida, no es solo cálculo, es arte, es emoción, es riesgo.
Lo mismo ocurre con el pensamiento profundo: en muchas ocasiones no basta solo con acertar, sino que es preciso entender, conmover, transformar. Y a todo eso nos puede ayudar la imaginación.
En las organizaciones, sin embargo, no siempre damos espacio a este tipo de pensamiento. Preferimos decisiones rápidas, basadas en datos del pasado. Pero no hay innovación sin imaginación, sin nuevas ideas. No hay estrategia sin hipótesis. No hay futuro sin ensayo y error.
Por eso es tan importante defender la imaginación como parte esencial del pensamiento riguroso. No es lo contrario del análisis. Es su complemento. Pensar bien es también permitirse proyectar escenarios, aunque no se puedan demostrar todavía. No para construir castillos en el aire, sino para experimentar la viabilidad de algunas alternativas.
He visto cómo esta capacidad de imaginar transforma culturas organizativas enteras. Cuando una empresa deja de preguntarse solo “qué hacemos” y empieza a preguntarse “qué podríamos llegar a ser”, algo se activa. Algo cambia. Aparecen nuevos lenguajes, nuevas alianzas, nuevas prioridades. También he visto cómo esta capacidad se bloquea cuando se exige todo inmediato, justificado y seguro. Lo nuevo, por definición, no viene con manual. Exige coraje. Y para imaginar juntos, necesitamos contextos que no castiguen el error, sino que lo integren como parte del proceso.
Y aquí los jóvenes vuelven a tener un papel esencial. Su forma de pensar no está tan atada a las estructuras heredadas. Su imaginación, si se cultiva y no se desactiva por exceso de normas y filtros, puede ser una de las mayores fuentes de renovación que tenemos. Pero también ellos necesitarán herramientas. Imaginación no es improvisación. Es una forma de pensamiento entrenado, cultivado. Con este artículo cierro esta pequeña serie. Pensar es ordenar, es atreverse con valentía y con humildad, es escuchar y es imaginar. No han querido ser lecciones, sino caminos. Porque pensar sigue siendo, en estos tiempos inciertos, la forma más honesta de orientarse.
Necesitamos pensar para reinventar una economía más inclusiva, una política más dialogante, una educación más humana, una globalización más justa. Personas que no se dejen arrastrar por la queja constante ni por el cinismo de “todo va a peor”.
Pensar, en el fondo, es también un acto de esperanza. La esperanza de que no todo está escrito, de que lo esencial aún es posible, de que el ser humano, cuando piensa con honestidad y sueña con responsabilidad, puede ser más que la suma de sus inercias. En tiempos difíciles, pensar nos mantiene despiertos. Pero es la esperanza la que nos mantiene en pie.
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