LIDERAZGO Sólo quien ve el mundo con ojos curiosos puede volar.
Artículo publicado en Expansion (25/11/2025)

Nunca he sido muy de Campanilla, pero siempre me intrigó Peter Pan. Tal vez porque algo en su decisión de no crecer me parecía valiente, o profundamente triste. “Todos los niños, menos uno, crecen”. Así comienza el libro de James Matthew Barrie. Esa frase, tan simple y rotunda, siempre me ha estremecido. Es una advertencia silenciosa sobre lo que se pierde cuando dejamos de mirar el mundo con curiosidad.
Barrie creó a Peter Pan inspirado en los hijos de Sylvia Llewelyn Davies. En ellos encontró una mezcla perfecta de luz y melancolía, de imaginación y pérdida. Marcado por la muerte temprana de su hermano y la depresión que causó en su madre, el escritor volcó en Peter Pan su deseo más íntimo: detener el tiempo manteniendo viva la inocencia.
Cuando leí el libro me quedé atrapada. ¿Por qué no quería crecer Peter Pan? Crecer era para mí la llave de la libertad: de tener coche, de viajar, de hacer cosas de mayores… Pero Peter, suspendido entre el cielo y las hadas, parecía saber algo que los demás habíamos olvidado.
Todos hemos conocido personas que parecen expertos llenos de respuestas pero vacíos de preguntas; que giran en la rueda del pedir y no del dar; que crecen hacia afuera sin crecer hacia adentro; que acumulan títulos, roles y certezas mientras pierden la mirada curiosa, henchidos de autocomplacencia o de ego. Quizás por eso Peter Pan me sigue acompañando hoy, cuando el tiempo ya me ha enseñado que los títulos, los roles y las certezas no garantizan nada. Porque se puede crecer en edad y encogerse en visión, ascender profesionalmente y descender en curiosidad, tener experiencia y vivir con la mirada envejecida. En el fondo, Peter Pan es la posibilidad de volver a comenzar, de recuperar una apertura que no es ingenuidad, sino lucidez. Es curiosidad, asombrarse, humildad de quien busca aprender.
El aprendizaje continuo
El Foro Económico Mundial habla de long life learning, de aprendizaje continuo, de la necesidad de reinventarse, de abrir los ojos y reflexionar. Para sus miembros, las organizaciones y países que no inviertan en aprendizaje corren el riesgo de quedarse atrás. Suena moderno, urgente, necesario; también a discurso aprendido, a teoría corporativa que olvida lo esencial: que aprender no es un plan de reciclaje profesional, ni un módulo formativo, ni un curso más en la agenda. Aprender es una actitud; una forma de estar; una manera de mirar que nace de una inocencia que no es infantilismo, sino apertura. Una inocencia lúcida: la que se atreve a preguntar sin miedo; la que escucha antes de decidir; la que no da por supuesto lo evidente. Y la inocencia no es ignorancia. Es disponibilidad; es quitarse los filtros de lo aprendido para aprender más, como cuando éramos niños, cuando aprender era un juego. Y es que la verdadera inteligencia, la que transforma, sigue naciendo de la curiosidad, no del control.
John Dewey, filósofo, educador y psicólogo estadounidense, lideró el movimiento de la pedagogía progresista en la primera mitad del siglo XX y defendió una educación centrada en la experiencia práctica. Insistía en que la vida es educación y nos recordaba que no aprendemos de la experiencia, sino de reflexionar sobre ella. Dejamos de aprender no cuando envejecemos, sino cuando dejamos de observar.
Por su parte, Alison Gopnik asegura que “la verdadera creatividad nace del juego” porque éste es la forma más pura de exploración; de él nace la imaginación creativa. Profesora de Filosofía en la Universidad de California en Berkeley, ha observado la mente infantil y ha desafiado lo que pensamos de los juegos. Los niños no pierden el tiempo jugando, sino que están inmersos en una actividad cognitiva profunda, actuando esencialmente como científicos. Utilizan el juego para formular y probar hipótesis sobre cómo funciona el mundo que les rodea. Esa curiosidad lúdica es la chispa de la imaginación y de la innovación. Y, sin embargo, nosotros nos empeñamos en perderla jugando a hacernos mayores, a hacernos más jefes, perdiendo de vista que el verdadero liderazgo nace de la capacidad de mirar de frente sin perder la sensibilidad. Nadie sigue a quien lo sabe todo; seguimos a quienes siguen aprendiendo; a quienes escuchan; a quienes hacen preguntas que abren caminos.
Aprender requiere convicción para sostener la curiosidad incluso cuando el mundo pide certezas, para preguntar cuando lo cómodo es callar, para navegar contracorriente, para mantener vivo al niño interior. Tiene algo de quijotesco: luchar contra molinos, avanzar en un río revuelto, caminar en solitario cuando todos corren en la misma dirección. Es la convicción de Billy Elliot, que sigue bailando aunque todo se derrumbe, cuando el mundo le prohíbe soñar. Esa convicción, ese coraje silencioso, es la misma que permite sostener la curiosidad, abrir los ojos y seguir aprendiendo sin rendirse ante la presión de certezas externas.
Robert Louis Stevenson escribió: “Saber lo que prefieres, en lugar de decir sumisamente amén a lo que el mundo te dice que debieras preferir, significa que has mantenido tu alma con vida”. Aprender por convicción es eso: mantener viva el alma, no rendirse ante los cantos de sirena, no dejar que la velocidad del mundo secuestre la profundidad de la mirada. Porque la voz que nace de la curiosidad es brújula: permite comprender, decidir, avanzar. Y sin esa voz no hay crecimiento verdadero.
El aprendizaje continuo es un recordatorio de que aprender no tiene final. Cada vuelta es distinta, cada giro trae humildad. Mantener ese círculo vivo es la forma más humana de madurar: permitir que la experiencia conviva con la curiosidad, que la sabiduría conviva con la inocencia.
¿Por qué no quería hacerse mayor Peter Pan? Creo que, al fin, lo entiendo. Crecer sin perder la inocencia exige más valor que quedarse en El país de Nunca Jamás. Sólo quien sigue aprendiendo con ojos curiosos, quien lidera con asombro y quien mantiene la convicción de seguir preguntando incluso cuando el mundo exige respuestas, puede realmente volar.
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