Es muy probable que, de cuando en cuando, oigamos hablar de pedagogía ignaciana; y es también posible que nos preguntemos qué es y cómo se relaciona con nuestra actuación en el aula universitaria y fuera de ella.
Una primera consideración es que la pedagogía ignaciana tiene que ver con el modo concreto que Ignacio de Loyola fue adoptando para acompañar a otras personas en su crecimiento. Y eso brotó de la experiencia. De su experiencia interior en el camino espiritual; y también de su vivencia y la de sus compañeros en la Sorbona, que les había mostrado que el modus parisiensis era muy útil para aprender. Este modus parisiensis, no exclusivo de los jesuitas, se caracterizaba por la organización de las materias y la implicación activa del estudiante que, a su vez, exigía del maestro una adaptación al discípulo y a su modo de aprender.
Hablar de pedagogía ignaciana, por tanto, es hablar de experiencia: la que recorre la historia de los jesuitas y también la nuestra propia que nos permite reorientar lo que estamos haciendo y adoptar los medios más idóneos para alcanzar nuestros objetivos. Pero, además, hay otra experiencia fundamental: la de los estudiantes, que se entienden como sujetos activos y constructores de su propio aprendizaje. La tarea del profesorado será, entonces, posibilitar experiencias. Este aspecto también fue muy importante para Ignacio, interesado en el contacto con la realidad (interior y exterior) como punto de partida para establecer con ella un diálogo crítico-reflexivo que luego lleve a la acción.
¿No “conecta” plenamente este planteamiento con el modo actual de comprender la educación y con nuestro modelo de aprendizaje en el que la experiencia y la reflexión se sitúan al inicio?
La pedagogía ignaciana conlleva, además, una gran dosis de pasión por el ser humano y sus posibilidades; pasión, con-pasión con un mundo herido que requiere cuidado y necesita personas comprometidas con la justicia y la ecología; pasión en esa tarea –vocación- de acompañar a otros en su desarrollo como personas conscientes, competentes, compasivas, comprometidas… ¡y creativas! Podemos decir que ya en el siglo XVI los jesuitas optaron por un modelo de educación integral y profundamente humanista en el que, frente a otros modelos centrados en lo útil, concedieron importancia al desarrollo completo de la personalidad del alumno con el objetivo de formar personas con vocación de servicio para transformar el mundo.
Esa visión integral del ser humano al que preparamos para ser un agente activo en la sociedad se refleja en las dimensiones del paradigma que enmarca nuestra tarea formativa en la Universidad: la conjunción de utilitas, iustitia, humanitas y fides apunta a la necesidad de desarrollar no sólo las competencias profesionales sino también despertar cuestiones de sentido, alentar el ejercicio de la imaginación, suscitar emociones como la solidaridad y la empatía, potenciar valores que orienten una vida humanamente rica, ayudar al discernimiento y al juicio crítico, etc.
Tarea compleja, profundamente retadora, que exige de nosotros mucho arte. En esta labor de arte y artesanía radicó el éxito de la educación jesuita desde los primeros tiempos. En sus programas educativos crearon pocos elementos, pero los combinaron de un modo y en unas proporciones que marcó un estilo diferente y que exigió continuo discernimiento para adaptar los medios a los fines (¡y a los alumnos!), introducir elementos nuevos cuando se requería y “mimar” el proceso de enseñanza-aprendizaje que en nada tiene que ver con la producción en cadena sino que se parece más al trabajo paciente y cuidadoso del artesano que pone el corazón en lo que hace.
Y nosotros y nosotras, ¿cómo podemos seguir alimentando esta corriente de pedagogía ignaciana? Se me ocurren algunas ideas que yo también intento llevar a mis clases:
- Traer siempre la realidad (mejor si pudiéramos llevarles a ella): vídeos, noticias del periódico, testimonios, su propia experiencia… como punto de partida para dar sentido al aprendizaje.
- Dialogar, debatir, interpelar… No dar respuestas; dejar que surjan preguntas y que la imaginación dibuje posibilidades para encontrar caminos nuevos. Cuestionar su visión, nuestra visión de las cosas, para descubrir perspectivas diferentes.
- Servirnos de todos los medios que desarrollen habilidades creativas y la gestión emocional. ¿Qué tal si introducimos actividades del hemisferio derecho del cerebro y no nos quedamos sólo con lo lógico-verbal?
- Dirigir la mirada a los que sufren las consecuencias de las decisiones tomadas en nuestros campos de conocimiento. Y que “se pongan en sus zapatos”.
- Fomentar el aprendizaje cooperativo y el desarrollo de proyectos y darles herramientas para hacerlo con éxito afrontando las dificultades.
- Conjugar una mirada global, y el detalle en lo particular, para que formen juicios informados y críticos con una visión de conjunto.
- Ofrecer oportunidades de ver los contenidos de diversas formas para que los “gusten”, los asimilen y los incorporen a su vida.
- Ponerles siempre en la situación de transformar el conocimiento, de ver qué pueden hacer con él en unos y otros contextos. Y compartir con los compañeros y compañeras para descubrir otras posibilidades y otros modos de hacer.
- Acostumbrarles a la reflexión sobre su proceso y a “recoger y guardar” de algún modo lo que han aprendido de la materia, y también de la vida y de sí mismos.
- Personalizar y acompañar el aprendizaje en una relación educativa seria y exigente pero profundamente cercana en la que la persona es lo más importante.
Cuidando y cultivando estas acciones, sirviéndonos de nuestra experiencia y procurando la de los estudiantes, seguros de que estamos comprometidos y comprometidas en lo más importante, la formación de personas capaces de hacer un poco mejor nuestro mundo, y con mucha paciencia e imaginación, continuaremos haciendo realidad la visión y el sueño de Ignacio.
Cristina Pena Mardaras
Latest posts by Cristina Pena Mardaras (see all)
- Pedagogía Ignaciana: experiencia, pasión y arte - 7 junio, 2016
1 Pingback