Autor:Braulio Gómez, investigador de la Universidad de Deusto
Es verdad que el apoyo popular a la democracia como la mejor forma de solucionar los conflictos inevitables que hay en una sociedad ha descendido en los últimos años. La desigualdad y el empobrecimiento de las clases medias estuvo detrás de su acelerado deterioro tras la gran crisis económica de 2008. La corrupción y los abusos de la clase política solo se hicieron insoportables cuando el kit básico de supervivencia, trabajo y vivienda, dejó de ser accesible a las capas sociales que siempre se habían visto protegidas por el sistema.
En ese momento algunos se dieron cuenta que los ciudadanos vinculaban la democracia más a los resultados que a los procesos o las liturgias. La Encuesta Social Europea que indagó en el significado de la democracia para los ciudadanos de la mayoría de los países europeos en los peores años de la crisis, situaba la obligación de reducir la desigualdad económica como el rasgo identitario más relevante del sistema democrático, por encima de, por ejemplo, la igualdad ante la ley o la libertad de expresión.
Si nos fijamos en el marco teórico resultadista que tienen los ciudadanos en la cabeza cuando piensan en la palabra democracia, es normal pensar que la democracia se extinguirá irremediablemente si no se corrigen las desigualdades económicas. Nos enfrentaríamos a una obsolescencia programada de la democracia si no se orienta a la distribución de la riqueza.
Los resultados son los que importa
Todos los defensores sensatos del gobierno democrático y republicano han subrayado que la desigualdad en los recursos económicos constituye una amenaza para la democracia. Nos avisaba ya Robert Dahl, uno de los principales teóricos modernos de la denostada democracia representativa, reconociendo a regañadientes la relevancia de los resultados en la salud de un régimen democrático en La Democracia y sus Críticos.
En general, se parte de la idea de que la democracia es el mejor sistema para asegurar que todos los ciudadanos disfruten de forma efectiva de los mismos derechos y libertades independientemente de su situación económica, lo que lleva implícito la puesta en marcha desde el Estado de mecanismos necesarios para lograr ese objetivo.
La impotencia para solucionar los principales problemas de los ciudadanos durante la gran recesión de 2008 ha reaparecido con fuerza con la crisis pandémica. La democracia ahora cuestionada por su incapacidad para proteger eficazmente la salud de la ciudadanía. Aumenta el número de ciudadanos que observa con envidia la gestión pandémica de países autoritarios o democracias fallidas. Hemos pasado de querer más estado de bienestar a más estado con capacidad de suspender derechos fundamentales. Los resultados son lo que importa.
El asalto al capitolio
Y la liturgia se tambalea. Siempre había existido un amplio consenso sobre cuáles son los mínimos requisitos para considerar como democracia el sistema por el que se toman las decisiones y se reparte el poder en un estado. El proceso electoral libre y competitivo sería la frontera más natural entre una dictadura y una democracia. El proceso electoral no solo consistiría en la limpieza y en la regularidad de las elecciones, sino en la posibilidad de elegir entre diferentes alternativas con capacidad de ganar y, sobre todo, con la libertad de la oposición que pierde las elecciones de criticar al gobierno sin jugarse la libertad individual. La oposición acata el resultado electoral si se siente libre para realizar su trabajo, para así poder ganar las siguientes elecciones.
La alarma mundial que generó el asalto al capitolio no estaba justificada por el posible triunfo de un golpe de estado grotesco, sino por la negativa del presidente saliente a acatar su derrota electoral y su empeño en deslegitimar las elecciones como mecanismo útil para solucionar los conflictos que producen los distintos intereses que conviven en una sociedad. En el momento que acató el resultado electoral, las alarmas se desactivaron.
La realidad es que las urnas cada vez tienen menos defensores. Por un lado, populistas que no saben ganar ni perder, por otro, demócratas radicales que se han cansado de que las elecciones estén secuestradas por los partidos y que sitúan en el espacio electoral el mayor emisor del contaminante que se ha revelado más destructivo contra la democracia, la polarización.
Desinformación y noticias falsas
La literatura en contra de las elecciones, de Van Reybrouck a Brenan, intenta persuadirnos de que el actual mecanismo electoral genera por sí mismo polarización artificial y fomenta el populismo y abre la posibilidad de que se cuelen en la sala de máquinas aquellos que quieren destruir nuestra convivencia. Las propuestas de volver al sorteo de cargos públicos, la sustitución de los políticos por los expertos, o el cuestionamiento del sufragio universal cotizan al alza en el mercado de las ideas. La muerte de la liturgia.
Los ciudadanos ya no esperan nada de la reparación de la escenografía democrática. El carácter sagrado de la liturgia electoral dentro de un sistema democrático estaría relacionado con la posibilidad de que los ciudadanos sean capaces de deshacerse a través de las elecciones de aquellos políticos que legislan contra sus intereses. Para ello, tienen que contar con información suficiente e independiente sobre la actuación de sus representantes.
Los políticos tienen que dar explicaciones de su acción política y los medios tienen que ayudar a acercar la información a los ciudadanos para que disminuyan las posibilidades de que sigan en el poder gobernantes de mala calidad. La realidad es que la era de la información, la revolución digital no ha servido para mejorar el control de los políticos a través de las elecciones. El problema es que los medios tradicionales han perdido tanta credibilidad como el establishment político. Y los medios alternativos, internet, plataformas y redes sociales han sido colaboradores necesarios para que las elecciones estén dominadas por la desinformación y las noticias falsas. Y así es muy difícil defender el sentido de una liturgia, de un proceso, cuando los resultados no son buenos.