Imagen: Cueva de las Manos, Santa Cruz, Patagonia, Argentina. Damian Ryszawy / Shutterstock
Es sorprendente la rapidez e incluso facilidad con la que hemos adoptado y realizado cambios radicales en nuestros hábitos cotidianos. Forzados por las circunstancias, claro, pero dando un giro de ciento ochenta grados a nuestras rutinas. Y a pesar de la incomodidad, de los efectos negativos del aislamiento, de la dureza de las nuevas condiciones de vida, hemos comenzado a ver cosas que, hasta este momento, eran invisibles para la mayoría. Uno de esos hallazgos, quizá desconcertante, a todas luces humillante, es nuestra sorprendente y lacerante vulnerabilidad.
Sabemos que hay cuentos, narraciones, poemas y experiencias abundantes expresada en mil formatos que han puesto, ponen y pondrán de relieve la fragilidad de nuestra existencia. Pero una vulnerabilidad así no se había puesto sobre la mesa con esta crudeza desde hace decenios.
Ni siquiera la crisis de 2008 nos puso en una tesitura como la de la actual pandemia que nos toca vivir.
Somos vulnerables
Somos vulnerables. Y no solo a título individual, sino también, y de manera mucho más punzante, a título colectivo. Es más: en este momento no hay modo de superar la situación si no es subordinando las preferencias individuales y su magna y libérrima voluntad a medidas colectivas que, restringiendo su ejercicio, la protegen y nos protegen a todos y cada uno. Bonita paradoja. ¿O quizá no?
Desde los tiempos de la revolución francesa, dos ideas fundamentales permitieron la construcción de los sistemas sociales y políticos europeos en los que vivimos. Ambas son las dos caras de la libertad: emancipación (una liberación de cualquier forma de tutela externa que impide a cada persona desarrollarse según su propia voluntad y criterio) y autonomía (la capacidad de acción y de gobierno propias de los individuos basadas sobre su razón).
Vivíamos una ficción social
Emancipados y autónomos hemos ido construyendo una sólida ficción social que, por el camino, ha ido generando sus excedentes: aquellos cuya autonomía estaba recortada por la lotería de la naturaleza (discapacitados los hemos llamado) quedaban fuera o al margen de la corriente principal y, en ocasiones, podían requerir y recibir ciertas medidas de favor.
Esas medidas se entendían más como concesión que como respuestas de justicia. Pero también aquellos cuyas condiciones sociales, económicas, geográficas o culturales –ninguna de ellas fruto del azar, sino de decisiones tomadas por agentes autónomos y emancipados en el libre ejercicio de su voluntad– no les ponían en una situación en la que descubrir y ejercer su autonomía. Sin emancipación es imposible ejercer autonomía. A estos los llamamos empobrecidos. “Ellos” eran los vulnerables, los incapaces.
Visto así, se abren unas posibilidades de comprensión de lo que hemos sido y lo que podemos llegar a ser que podrían ayudarnos a dibujar un futuro inmediato muy diferente de la sociedad que acaba de hacerse consciente de su precariedad y vulnerabilidad.
No mirarnos con los ojos del triunfador
Hay dos requerimientos indispensables para abrir ese futuro: el primero es mirarnos no con los ojos del triunfador, emprendedor exitoso de sí mismo cargado de pensamiento positivo y creatividad a espuertas, sino con los ojos “de esos otros”: la mirada de los vulnerables, de las víctimas. Las víctimas de los procesos sociales lo son porque se les inflige un sufrimiento injusto, indebido, que no han merecido –-a pesar de los discursos que les reprochan ser causantes de su propio dolor–.
Son la prueba patente, evidente, incontestable, de que algo no funciona en el entramado de nuestras relaciones. Cualquiera, por mucho que pretenda protegerse, es susceptible de convertirse en una de ellas. La vulnerabilidad es, como nuestra propia condición biológica, universal: afecta por igual a cualquiera, sin distinción de ninguna clase.
Mirar desde esta perspectiva cambia el valor que otorgamos y las prioridades que establecemos en las relaciones sociales, económicas y políticas, tanto en el nivel individual como en el colectivo.
El segundo requerimiento comparece a partir del hecho de que se ha desvanecido la ilusión de omnipotencia: autonomía y emancipación son dos caras de una libertad siempre situada, siempre ceñida por un escenario previo en la que es vulnerable. Hemos de pensarlas intrínsecamente unidas a la vulnerabilidad. Si somos vulnerables por condición, entonces los desarrollos emancipatorios y autónomos requieren prestar especial atención a las circunstancias materiales, sociales, políticas, medioambientales, en las que la autonomía individual puede desplegarse hacia la emancipación.
Cuidar y cuidarnos
No se trata de limitarlas o de admitir su derrota: se trata de cuidarlas, de asumir que nos exponemos a un riesgo que podemos o no correr, pero que de ningún modo podemos ignorar. La realidad es mucho más tozuda que nuestras formas de nombrarla, o que nuestras miopes afirmaciones que la niegan. Emanciparnos y ser autónomos son dos ejercicios marcados por la vulnerabilidad, no como amenaza, sino como condición.
Sería deseable que aprendiéramos con rapidez lo que ya dolorosamente aprendieron los griegos: la hybris, esa mezcla de prepotencia, desmesura, soberbia y orgullo que desprecia o ignora lo que nos limita, no es buena consejera.
Cuidar y cuidarnos responsablemente, prestando atención a la virtud social de la justicia como paliativo remedio colectivo a la vulnerabilidad, parece que puede humanizar nuestras sociedades y relacionarlas de forma más saludable con el medio ambiente. Y ayudaría a potenciar todos esos gestos de cercanía, altruismo y solidaridad que tanto bien nos hacen estos aciagos días.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.