Desde hace décadas, la teoría crítica feminista ha erosionado algunos de los presupuestos antropológicos dominantes en la modernidad, erosión que tiene implicaciones éticas, políticas y socioeconómicas. Frente a un ser humano racional, autónomo e independiente, la pandemia y la crisis sanitaria y social resultantes nos revelaron con una crudeza sin precedentes que somos seres interdependientes y ecodependientes y que ello tiene que ver con nuestra vulnerabilidad constitutiva. Bajo la defensa de la independencia del sujeto, se ha tendido a ocultar la histórica generización, privatización, invisibilización y precarización de las tareas de cuidado imprescindibles para la reproducción social; por eso, hace ya casi treinta años, Carol Pateman se refería a la existencia de un contrato sexual como engranaje imprescindible para que el contrato social liberal y capitalista pudiera funcionar y, por eso, cada vez con más frecuencia se alzan las voces que insisten en hasta qué punto los cuidados son la cara B de nuestro sistema económico y social. La incorporación de las mujeres al mercado laboral y a la esfera pública en una sociedad cada vez más envejecida ha puesto sobre la mesa el debate en torno a la crisis de los cuidados y a la responsabilidad que tienen los poderes públicos y la propia sociedad para afrontarla.
El pasado miércoles, el profesorado del Módulo de Formación Humana en Valores de la Universidad de Deusto tuvo la oportunidad de debatir en torno a la ética de los cuidados con una invitada de excepción, Victoria Camps. En su obra Tiempo de cuidados. Otra forma de estar en el mundo (2021), escrita durante el confinamiento, Victoria recuerda las palabras de Carol Gilligan sobre hasta qué punto en una sociedad patriarcal, el cuidado es una cuestión femenina, mientras que, en un contexto democrático, el cuidado es una ética humana. En la conferencia, que nos sirvió como marco para la reflexión, insistió en que esa ética humana, que debe conjugar justicia y cuidado y tener como correlato “una democracia cuidadora”, se fundamenta en que todas las personas, mujeres y hombres, tenemos derecho a ser cuidados y tenemos el deber de cuidar. ¿Pero qué implicaciones teóricas y prácticas tendría esta afirmación?
En el seminario debatimos sobre si se debe reconocer jurídicamente el cuidado como un derecho universal de carácter social y si, como algunos sectores sociales demandan, también debería existir el derecho a no cuidar. Algunos de los problemas que se pusieron sobre la mesa fueron que se tiende a identificar el cuidado con sacrificio, con tener que postergar o colocar en segundo plano los propios planes de vida para poder cuidar -lo que con demasiada frecuencia siguen haciendo muchas mujeres-, pero también hasta qué punto la interpretación hoy dominante del valor de la libertad individual dificulta percibir a las personas como sujetos de deberes en aras de la promoción del bien común.
Más allá de unas declaraciones de derechos que pueden correr el riesgo de convertirse en papel mojado -véase lo ocurrido con la Ley de Dependencia-, la filósofa catalana remarcó la importancia de “desnaturalizar” e institucionalizar los cuidados, de modo que el eslogan del feminismo radical de los 70, “lo personal es político”, se haga realidad. Para ello, resulta imprescindible, por un lado, remarcar que las mujeres no están biológicamente mejor dotadas que los varones para cuidar y, por otro, buscar adecuadas sinergias entre los poderes públicos -que deben detectar necesidades y repartir responsabilidades- y las esferas privada (empresas, organizaciones, etc.) y familiar.
A lo largo del ciclo vital, las personas atravesamos por situaciones de mayor y menor dependencia. Uno de los momentos en la que se necesitan más cuidados es en la vejez. En sociedades como las nuestras con una elevada esperanza de vida, para la filósofa catalana es fundamental retrasar la edad oficial en la que una persona entra en la categoría de “envejecida” y deslindar claramente el envejecimiento de la dependencia. Se mostró una ardiente defensora de la “jubilación libre, no obligatoria, por etapas” para evitar que las personas mayores “vivan, pero no existan” y denunció la tendencia a la infantilización de las personas dependientes.
El diálogo con la ponente nos ayudó a repensar política y socialmente el cuidado, al menos, desde cuatro claves: a) defendiendo el reconocimiento social de las personas que cuidan, más allá (aunque sin olvidar) la retribución monetaria; b) mostrando hasta qué punto el cuidado puede contribuir a la construcción de la identidad de quienes cuidan; c) teniendo en cuenta la singularidad, la particularidad de la persona cuidada; y d) potenciando el autocuidado como expresión de la autonomía del sujeto tanto para tomar decisiones, diferenciando deseos de derechos, como para evitar el excesivo apego de la persona cuidadora hacia la que cuida, de modo que, si esta desaparece, su vida no pierda sentido.
Al subrayar la necesidad de cambios estructurales para poder transitar hacia una democracia cuidadora, emergió la que ha sido una de las grandes preocupaciones de la reflexión ético-política de Victoria Camps a lo largo de toda su trayectoria intelectual y política: el nuevo modelo solo será factible si se educa a la ciudadanía en el cultivo de determinadas virtudes que, conjugando adecuadamente razón y emoción, permita el desarrollo del sentido del respeto mutuo en todos los ámbitos de su vida.