A finales del siglo XX, Daniel Goleman nos abrió los ojos sobre la trascendencia que adquiría en nuestras vidas la “inteligencia emocional”. Y es verdad; centrémonos ahora en la gestión de las emociones aplicadas a la política. Desde hace algún tiempo, nos movemos sumergidos en las turbulencias afectivas que suscitan las formaciones políticas, y sobre todo sus líderes. Con ellas persiguen nuestra adhesión más irracional a sus postulados.
Isabel Díaz Ayuso cautiva a los votantes con diatribas lanzadas a sus instintos más primarios. Pablo Iglesias recurre a su capacidad de buen orador para entusiasmar a sus seguidores con sus proclamas. Donald Trump, hasta hace poco en primera línea, provoca a la masa enfervorizada con su cabreo contra el status quo. La gestión de la política se ha convertido en una altavoz de emociones que pugna por seducir mejor y llegar con mayor éxito al corazón de una ciudadanía a flor de piel.
Sin embargo, el contagio del miedo, del odio o de la euforia simplista en la ciudadanía pueden suponer una afrenta contra ella. Al respecto, resulta muy sugerente el último libro de Toni Aira sobre La política de las emociones. Cómo los sentimientos gobiernan el mundo.
Su autor describe a los principales líderes políticos de nuestro tiempo, clasificados en diferentes estilos de liderazgo emocional que ponen en práctica de forma cotidiana. Trump, vinculado al odio y el miedo; Johnson, el optimista incansable; Putin, aliado de la venganza; Iglesias, o la euforia del ascenso fulgurante; Sánchez, el satisfecho; Abascal, o como vivir del cabreo…
En el “capitalismo de seducción”, que Lipovetsky describe en su reciente obra, Gustar y emocionar. Ensayo sobre la sociedad de seducción, la “abducción en los consumidores” se produce a través de “la invasión tentacular de las estrategias de seducción comercial”. Pero, como constata el filósofo francés, esto sucede en todos los ámbitos de nuestra vida, también en la política: “Ya no se trata de constreñir, mandar, disciplinar, reprimir, sino de gustar y emocionar”.
Bajo las leyes del marketing político
El poder, el prestigio y la legitimidad ya no se logran a través de la coacción, sino por el arte de la seducción. Para Lipovetsky, es más efectivo “seducir con suavidad, mostrarse sonriente y parecer amigable y abierto al diálogo”.
En las leyes del marketing político, la ciudadanía, convenientemente segmentada, ejerce el rol de consumidora de unos mensajes que buscan su adhesión a una marca política muy determinada y, en definitiva, su fidelización más permanente posible. La gestión de la actual comunicación política se presenta paradójicamente en un contexto de despolitización de la ciudadanía y personalización de las propuestas que optan al poder.
Una estrategia basada en el show y el espectáculo que busca emocionar y sorprender. Todo ello, aderezado con el escaso peso del debate de las ideas y acrecentado desde las redes sociales -con la relevancia de los like-, auténticas impulsoras de la exaltación de las emociones más primarias, fulgurantes y extremas. Lo que vemos, leemos y escuchamos, lo sentimos en ese mismo momento, y lo compartimos al instante.
Políticos de los que nos fiamos siempre
La vinculación con los proyectos políticos no es puramente racional, es sobre todo emocional. Porque cada vez es más personalista. Y porque nos vinculamos a aquellos candidatos que nos generan mayor cercanía, confianza y empatía. Aquellos de los que nos fiaríamos en cualquier circunstancia de nuestras vidas. Aquellos que creemos que van a resolver nuestros problemas.
Como señala Gutiérrez-Rubí, “lo micro ha dejado de ser simplemente pequeño, se trata de un enorme universo más íntimo, personal y cotidiano que reivindica su espacio en la esfera política y pública”. El autor describe la “política de proximidad” que apela al individuo. Y este nuevo escenario “se caracteriza por la fuerza y el papel que juegan los sentimientos, las emociones, las comunidades, los valores”.
Han transcurrido casi diez años desde que Victoria Camps publicara El gobierno de las emociones, y hoy recupera su vigencia en unas sociedades que no aciertan a gestionar con templanza sus sentimientos. El debate se presenta a costa del actual desequilibrio entre razón y emoción.
Vivimos en un mundo que encumbra la vivencia de las emociones como máximo exponente del individualismo, del culto al “yo”. Pero como señala la filósofa catalana, “no solo la acción individual precisa el componente emocional que la motiva, también este es imprescindible para la acción política. Pero la política tampoco debe ser reducida a pura emoción. Hoy preocupa más la desafección política que la razonabilidad de las decisiones y en general de los políticos”.
La gestión política ha sido prácticamente colonizada, totalizada, por la gestión de la comunicación política. Y, a su vez, la comunicación política se ha convertido en un instrumento, ya no de control del estado de opinión de la ciudadanía, sino de su estado de ánimo. Como afirma Camps, “sin esa capacidad de arrastre que tiene una comunicación emocional y afectiva, la política ni convence ni conmueve”.
Pero una política centrada y absorta en las emociones que desprenden sus líderes, y transmiten a la ciudadanía, es incompleta y tendenciosa. Una construcción del relato político que incide en la exaltación de los sentimientos de la gente a través de la mentira o del agravio es profundamente inmoral.
Los peligros de explotar los sentimientos
Una recreación de la realidad que ignora la argumentación razonada del pensamiento y somete su mensaje a un constante enfrentamiento visceral tampoco resulta positiva para la sociedad. La razón transmitida sin pasión es poco convincente, pero los sentimientos alentados en solitario, sin el acompañamiento de lo racional, se pueden tornar peligrosos.
La utilización de los sentimientos se vuelve vacía y negativa cuando se explota de forma populista, y potenciando la lucha antagónica y polarizada. Como apunta Daniel Innerarity, “las emociones pueden ciertamente actuar como elementos de despolitización, pero también pueden contribuir de una manera insustituible a la configuración de bienes públicos”. Sobre todo, cuando suponen la generación de confianza y esperanza colectivas.
Como se sabe, las emociones mueven a la acción. El adecuado gobierno de las emociones, también en la gestión política, además de recuperar la afección de la ciudadanía por la res publica, permitiría hacer frente y contrarrestar aquellas otras propuestas que las retuercen de forma populista y contra el bien común. Sin emociones, el discurso político no logra atraer, pero su uso torticero y manipulador construye una sociedad a bandazos, inestable y frágil.
Hoy necesitamos emociones que propicien el diálogo, el respeto y la búsqueda sosegada del consenso.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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